Es un verbo feo, lo sé; pero, como muchas cosas feas,
resulta muy práctico, en este caso para denominar con exactitud algo que hacemos
a menudo. O más bien, algo que no hacemos. Demorar el emprendimiento de
trabajos importantes ocupándonos antes de otros triviales para evitar la mala
conciencia de la inactividad debería convertirse en deporte, al menos preolímpico.
Aunque el diccionario académico despache su significado con un par de
pseudo-sinónimos (diferir, aplazar) el buen procrastinador sabe que hay mucho
más detrás. No es el “vuelva usted mañana” de Larra, sino el “para mañana” en
versión 2.0. No se trata tan solo de posponer la realización de tareas
inevitables o decisivas, sustituyéndolas por otras menos comprometidas y más
livianas; sino que también consiste en encontrar y cultivar en ello un placer
perverso y adictivo que diluya responsabilidades y aquiete remordimientos.
La imagen del ciudadano atareado abunda en este comportamiento:
quizás no finiquitemos gran cosa, pero estamos ocupados siempre. Se nos va el
vino en catas, tan ricamente. Liadillos con lo anecdótico dejamos para otro
rato (un rato mejor, un rato que nunca llega), lo básico. Desde el principio de
los tiempos sabemos fehacientemente qué cuestiones son necesarias y cuáles
contingentes, que diría la filosofía “amanecista” (que no es poca), pero nos
interesan principalmente estas últimas, más asequibles, más de andar por casa. Así
en la tierra como en el cielo.
La realidad acaba imponiéndose, por supuesto, pero cada uno
hace el papel del Houdini que está a su alcance. En Cataluña, hubo unas
elecciones procrastinadoras de libro: nadie trató de los problemas de los
ciudadanos porque por medio hay un asunto, a todas luces menor, del que
ocuparse imperiosamente. Así con todo. Dicen los científicos y expertos, con
Hawking al frente, que el plantea está a punto de irse al cuerno: si no nos
mata con presteza la pareja de baile Trump/Kim lo hará lentamente el cambio climático,
la sed, la polución o cualquier fenómeno atmosférico desbocado por nosotros. Mientras
tanto, contemplamos las puestas de sol con melancolía dominguera.
Le sucedió al hombre de Neandertal, que vio llegar al Cromañón
como quien ve llover más allá del umbral de la cueva y cuando se quiso dar
cuenta le habían pintado el techo entero de colores. Penélope tejía y destejía
en su telar mientras sus pretendientes acaban con la despensa. En Roma –Cavafis
lo apuntó- los bárbaros no acababan de llegar para solucionarlo todo porque ya estaban
dentro y no habían solucionado nada, ni intenciones tenían. Y a mí me pasa otro
tanto: había pensado hablar aquí de un asunto interesantísimo y, mira por
dónde, ya no me queda espacio para hacerlo. Ni año me queda para tanto como pretendía.
Comenzaré el próximo con propósito de enmienda. Propósito, digo, entiéndase
bien. En 2018 disfruten de las omisiones, ese manjar procrastinador.
(Publicado el 31/12/2017 en La Nueva Crónica de León, en una serie llamada "Las razones del polizón", la ilustración es el Bartleby de Javier Zabala)