Psicólogos, sociólogos y demás dilucidarán qué empuja a ciertos
ciudadanos a exacerbar su sentimiento de comunidad hasta el punto de sentirse
distintos y distantes, en contraposición a otros. No entiendo el nacionalismo
en ninguna de sus fórmulas, tan sedantes, y no alcanzaré ese saber. La tan
decimonónica idea de nación rebaja mis simpatías en cuanto es invocada, y debo redoblar
mi comprensión hacia quien la esgrime como argumento de lo que sea. Estado, por
su parte, es término burocrático, administrativamente necesario, supongo, para
que sigamos conviviendo, independientemente de que muchas formas del mismo
hayan resultado obsoletas o trágicas, sin que por ello hayan dejado de practicarse
o preferirse por según quién. Si me dan a elegir prefiero el término país, con
su vaguedad no beligerante y a gusto del consumidor.
Pero si algo nos ha enseñado la cuestión catalana (y nos ha
enseñado muchas cosas que tardaremos en digerir) es que en los tiempos de la postverdad, las naciones que aspiran a
convertirse en Estados no pueden contar con las herramientas de antaño. De
partida se suponía que un conjunto de caracteres culturales compartidos (la
lengua en especial) y una resuelta y abrumadora voluntad popular podían aspirar
a una bandera, unas fronteras, una administración o un gobierno propios. Ya no.
En algunas sociedades democráticas, en especial en Europa, banderas, lenguas y
culturas no sólo son reconocidas y hasta alentadas, sino que han sido
globalizadas en un caldo de libertades que homogeneiza y atempera a cambio de
un bienestar individual sistemático y un autogobierno moderado. Renunciar a
buena parte de autonomía, de Estado (fronteras, administración, gobierno), atañe
tanto a españoles, griegos o lituanos como a catalanes en un proceso, este sí,
gradual. Solo en la medida en que se renuncie al amparo que ofrece esa unión,
se permiten otras “libertades” a sus componentes. Merced a ese contrato
transnacional, fronteras, banderas y demás signos identitarios poco papel
juegan, aparte el emocional, para distinguir
países que se congregan bajo un mismo código ideológico, político, económico. El
futuro, con suerte, habrá de convertirlos
en objetos decorativos, arqueológicos, y entonces ser catalán, español o griego
se reconocerá (como es) un mero azar sin mayores consecuencias ciudadanas.
Quizás Cataluña podría haberse escindido de España con
desenvoltura en otro momento, pero no ahora que supone salir también de Europa.
Pocos querrían irse hacia tierras de tan promisorias, inciertas. Fuera hace
frío. Esta debería ser, al menos, una buena noticia para la edificación europea,
pues su pacto de libertad y prosperidades a cambio de ciertas renuncias parece
llamado a prevalecer sobre la vetusta idea del Estado-nación. Trato o truco. Ahora
solo falta que nuestro gobierno y el Estado se comporten con mesura acorde con
ese compromiso y dejen de oscilar de la inacción a la desproporción.
(Publicado el 5/11/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/nacion-mutante )
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