domingo, 1 de octubre de 2017

Fun with flags



 
Nos dedicamos a descifrar lo que nos rodea a base de símbolos que, a menudo, acabamos creyendo más reales que aquello que simbolizan. De tanto usarlos, terminamos por pensar que la realidad se compone de su encadenamiento inconsciente, confundiendo la representación con lo representado. Y, casi siempre, aquella es reductora, simplificadora, excluyente. El lenguaje pretende poner límites a una realidad ilimitada, y acaba por traicionarla a la baja. Con inadvertida frecuencia la representación ni siquiera se basa en lo representado, no mantiene ninguna ilación, y permite que los símbolos adquieran vida propia y acaben por no tener nada que ver con aquello que encarnaban cuando fueron concebidos. Y con el tiempo, ocupan un campo semántico tan vasto, que sirven para rotos y descosidos por igual. Llegada la ocasión, preferimos nuestros símbolos a la propia realidad; con aquellos nos sentimos seguros y guarecidos, mientras que esta resulta engorrosamente complicada.
Sucede de forma ejemplar con aquellos símbolos del pasado a que nos aferramos para esgrimir la historia como una justificación del presente. Es lo que nos lleva, por poner un caso local y reciente, a calificar como “realista” el retrato escultórico de un rey medieval, hosco, barbudo y algo mohíno, comme il faut. Me recordó a un profesor que tuve y se asombraba de la descripción de un “ángel de tamaño natural”, como si alguien hubiera visto alguno.
Los países y sus banderas son símbolos por antonomasia. Concebidos para oponerse al otro, para dejarlo al otro lado de una línea imaginaria, acaban por significar nadie sabe bien qué y lo mismo sirven, también, para churras que para merinas. De ahí que puedan lucirse en balcones y muros virtuales con la alegría de elevar un trofeo que no nos ha costado conquistar y puede significar cualquier cosa; todas ellas nobles y vigorosas cosas, por supuesto. Nadie se siente responsable de lo que hayan podido hacer sus familiares directos (sobre todo si es algo reprobable), como por otro lado es lógico, y sin embargo es curioso cuántos se sienten partícipes de aquello que hizo gente que vivió hace siglos en el mismo lugar (la noción de mismo lugar es también resbaladiza). Pero ojo, solo de aquellos acontecimientos “distinguidos”, no de aquellos cuya vergüenza ofenda el recuerdo. Estos últimos baldones, como mucho, formarán parte de los símbolos de los otros. Identidad colectiva, se llama con frecuencia a esta evocación selectiva, en puridad un cuento infantil. Por eso cuando aparece Piolín, adquiere su auténtica dimensión. Fun with flags se llamaba el programa que presentaba Sheldon Cooper (The Big Bang Theory) con candorosa ironía y audiencia íntima (unipersonal), única forma digna de abordar el tema. Nos dedicamos a jugar con simbolitos, como niños con juguetes nuevos, y acaban por hacer daño cuando los arrojamos a la cabeza de los demás niños. Pero estamos en el mismo patio de colegio.
 (Publicado el 1/10/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/fun-with-flags)


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