Nos dedicamos a descifrar lo que nos rodea a base de
símbolos que, a menudo, acabamos creyendo más reales que aquello que
simbolizan. De tanto usarlos, terminamos por pensar que la realidad se compone
de su encadenamiento inconsciente, confundiendo la representación con lo
representado. Y, casi siempre, aquella es reductora, simplificadora,
excluyente. El lenguaje pretende poner límites a una realidad ilimitada, y
acaba por traicionarla a la baja. Con inadvertida frecuencia la representación
ni siquiera se basa en lo representado, no mantiene ninguna ilación, y permite
que los símbolos adquieran vida propia y acaben por no tener nada que ver con
aquello que encarnaban cuando fueron concebidos. Y con el tiempo, ocupan un
campo semántico tan vasto, que sirven para rotos y descosidos por igual. Llegada
la ocasión, preferimos nuestros símbolos a la propia realidad; con aquellos nos
sentimos seguros y guarecidos, mientras que esta resulta engorrosamente
complicada.
Sucede de forma ejemplar con aquellos símbolos del pasado a
que nos aferramos para esgrimir la historia como una justificación del
presente. Es lo que nos lleva, por poner un caso local y reciente, a calificar
como “realista” el retrato escultórico de un rey medieval, hosco, barbudo y
algo mohíno, comme il faut. Me recordó
a un profesor que tuve y se asombraba de la descripción de un “ángel de tamaño
natural”, como si alguien hubiera visto alguno.
Los países y sus banderas son símbolos por antonomasia.
Concebidos para oponerse al otro, para dejarlo al otro lado de una línea
imaginaria, acaban por significar nadie sabe bien qué y lo mismo sirven,
también, para churras que para merinas. De ahí que puedan lucirse en balcones y
muros virtuales con la alegría de elevar un trofeo que no nos ha costado
conquistar y puede significar cualquier cosa; todas ellas nobles y vigorosas
cosas, por supuesto. Nadie se siente responsable de lo que hayan podido hacer
sus familiares directos (sobre todo si es algo reprobable), como por otro lado
es lógico, y sin embargo es curioso cuántos se sienten partícipes de aquello
que hizo gente que vivió hace siglos en el mismo lugar (la noción de mismo
lugar es también resbaladiza). Pero ojo, solo de aquellos acontecimientos “distinguidos”,
no de aquellos cuya vergüenza ofenda el recuerdo. Estos últimos baldones, como
mucho, formarán parte de los símbolos de los otros. Identidad colectiva, se
llama con frecuencia a esta evocación selectiva, en puridad un cuento infantil.
Por eso cuando aparece Piolín, adquiere su auténtica dimensión. Fun with flags se llamaba el programa
que presentaba Sheldon Cooper (The Big
Bang Theory) con candorosa ironía y audiencia íntima (unipersonal), única forma
digna de abordar el tema. Nos dedicamos a jugar con simbolitos, como niños con
juguetes nuevos, y acaban por hacer daño cuando los arrojamos a la cabeza de
los demás niños. Pero estamos en el mismo patio de colegio.
(Publicado el 1/10/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/fun-with-flags)
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