En tiempos modernos, hemos sido un poco de todo los
españoles, especialmente vistos desde fuera, con esa aura de país venturosamente
maldito, capaz de lo peor y lo mejor, a medio camino entre la Leyenda Negra y el
Siglo de Oro.
Durante la dictadura, la mercadotecnia del turismo landista
nos concibió diferentes (Spain is
different) promocionando que no éramos Europa y, en consecuencia, los
europeos debían acudir a contemplar esta rara
avis en su zoo ultrapirenaico. Era un aprovechamiento meditado y ramplón del
pedigrí acuñado durante el romanticismo por los viajeros británicos o franceses
que se quejaban del ajo, las posadas y los caminos, mientras caían fascinados
por la brutalidad y exotismo de nuestro supuesto embrujo montaraz. Años
después, la Transición nos hizo a su vez alegres y despreocupados como
muchachos con permiso para llegar tarde a casa y obligados a ello, provistos de
una jovialidad algo impostada y febril que se agotó en cuanto un par de
legislaturas socialistas nos pararon los pies en el viejo (y cansado)
continente. Sin embargo, a pesar de todo, seguimos creyéndonos risueños y vocingleros,
dados a las beatíficas y soleadas parrandas de los anuncios de San Miguel. Nos
creímos también buena gente. Solidarios, con ese punto generoso que avalan el récord
en trasplantes, las participaciones militares y civiles en misiones de paz o la
expansión de derechos durante el último gobierno socialista. El nuestro era un
país afable y humano. Incluso en medio de la crisis económica, el buen rollo parecía
la mejor arma con que combatíamos la indignación por la marea de corrupción política
o los recortes en servicios públicos básicos en que chapoteamos. Aquí no había
partidos ultra, ni violencia en las calles, ni congojas de culebrón. Por no
haber, se echaban de menos hasta sinvergüenzas en la cárcel. Pero las faltas de
respeto y la intolerancia se miraban mal. Éramos españoles, habíamos ganado un
mundial y resistíamos arrogantemente un rescate que nuestro hidalgo gobierno no
reconocía haber pedido: podíamos con todo.
Pero despertamos y el dinosaurio está aquí al lado. La hidra
de nueve cabezas, el monstruo de la europeidad más oscura e indeseable. Resulta
que sí había: fascistas con la bandera del último dictador repartiendo
mamporros, nacionalismos decimonónicos y chapuceros, manifestaciones y
pancartas de unos contra otros, bandos irreconciliables, personas que se miran
mal a la primera frase discrepante, redes sociales inflamadas de furibundos
calificativos, mala leche a granel, violencia oral y de la otra. Odio. ¡Que le
coooorten la cabeza! berreamos por cualquier pulla, como reinonas de cartón
pintado. Lo llaman guerracivilismo algunos
azuzadores grandilocuentes, pero se trata del gañanismo faltón de siempre. España,
esa nación de enajenación, el inagotable país de las maravillas.
(Publicado el 15/10/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie
llamada "Las razones del polizón": https://www.lanuevacronica.com/el-pais-de-las-maravillas )
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