Caminan a zancadas amplias pero lentas, como si tiempo y
espacio tuvieran para ellos otra dimensión; porque tiempo y espacio tienen,
para ellos, otra dimensión. Visten ropas gastadas y duraderas, nunca a la moda
porque ese concepto, “a la moda”, no significa para ellos nada que valga la
pena. Saben hacer cosas que no sabe hacer casi nadie más. Cosas esenciales. Y
no saben hacer muchas cosas que, a menudo, creemos nos hacen más competentes
que ellos... No suelen hablar mucho, pero sí ser puntuales en el verbo, tajantes
en sus contestaciones, incluso broncos, acerca de aquellos asuntos que estiman
propios, y cancelan los ajenos que ignoran con displicencia o desprecio
lacónicos, ¿quién podría culparles?
Conducen con parsimonia, con una ilógica velocidad constante
que aplican por igual a las travesías y las carreteras estrechas y mal
asfaltadas que drenan sus dominios o a las nacionales que los dividen y a veces
también a las autovías que los circundan desdeñosas. Y lo hacen por el medio de
la vía, apartándose al cruzarse con otro vehículo en un último y temible instante,
resuelto con aparente indolencia. A veces atropellan un animal y lo arrojan a
la cuneta sin ceremonias, tal vez con la convicción de que algún día les
arrojarán a ellos a una misma y figurada cuneta. Quizás lo hayan hecho ya.
Espían la vida desde ventanas entornadas. Saludan a quien
quiera topen por la calle, porque las calles solo suelen devolver el eco de sus
pasos. Y aunque a veces no hablen a alguno de sus vecinos, incluso los
aborrezcan, en caso de emergencia acuden sin preguntar de quién se trata y se
arremangan a ayudar con el mismo hosco mutismo.
Son los postreros pobladores de un paisaje que se cierra
para siempre, de una civilización y formas de vida que, en sus fundamentos, se
remontan al neolítico. Quizás no se despueble esa tierra, quizás, más adelante,
vengan jóvenes… pero ya no serán quienes la habitaron desde siempre, testimonios
de una arqueología por llegar. Sin épica ni lírica que proceda de ellos mismos,
estos últimos mohicanos solamente se consumen. Desaparecen lenta e
inexorablemente como el hielo del ártico, los tigres de Siberia o los linces
ibéricos, sin saber cómo evitarlo. Ni siquiera hijos y nietos, que acuden a
ellos cada estío o cada puente para subrogar leve nostalgia de dominguero. Son
silenciosamente repudiados por generaciones de españoles que un verano de estos
se encontrarán vacías las calles de los pueblos y las carreteras de los valles
y montañas donde se circulaba con esa flema de bueyes con que se extinguen
todas las cosas justo antes de que empecemos a levantar museos a su memoria o estrenemos
llorosos documentales y entonemos sentidos poemas para honrarlas. Habitan
territorios enormes y solitarios que son suyos porque nadie más los quiere,
pero que creemos nuestros cuando nos apetece. Este verano aún se les reconoce
como parte del paisaje. Cada día menos. Ojalá lloviera café en el campo.
(Publicado el 15/7/2017 en La nueva Crónica de Léon, en una serie estival llamada "Extinto de verano" La foto es de Eloísa Otero. http://www.lanuevacronica.com/ojala-que-llueva-cafe )
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