Nada es gratis. Para los ingenuos que desde hace años nos
preguntamos dónde reside el negocio de las páginas y los buscadoresde internet
a los que accedemos supuestamente sin pagar un duro (conexiones aparte), el
tribunal de la competencia de la Unión europea ha proporcionado un precio: una
multa récord de dosmilcuatrocientos veinticuatro millones de euros. Si esa es
la multa, imagínese el beneficio.Averiguan y comercian con nuestra curiosidad y
expectativas, no hay mayor negocio en el mundo, desde la esfinge aquella o la
cabeza parlante que asombró a don Quijote. Ponen ante nuestros ojos con cómoda presteza
aquello que apetecemoscuando asomamos a esa ventana fascinante y perversa que sojuzga
nuestros escritorios. Por ese motivo, como me advierteun amigo, se busque lo
que se busque en la pantalla, entre las primeras imágenes siempre aparece un
desnudo (los deseos son previsibles). Aunque, como en las crónicas judiciales,
hay que escribir “supuestamente”, porque el trapo rojo que ponen ante nuestras
billeteras no es tanto lo que queremos como aquello que pretenden que queramos.
Y compremos.
Si Freud hubiera supuesto la existencia de algo así nos
hubiera ahorrado centenares de párrafos abstrusos y alguna teoría paranoica
sobre nosotros mismos y nuestra mismidad, aparte de un montón de dólares a los
neoyorquinos y algún glorioso chiste de Woody Allen. Hubiera bastado con teclearuna
palabra que extractara nuestros anhelos, como en un test de Rorschach, y darle
al intro. Intro, qué término freudiano.
Un gúgol (origen
del nombre de Google) es vocablo
acuñado por un crío para referirse a laastronómica cifra de un uno seguido de
cien ceros. Un número pasmoso que sin embargo se queda corto ante la suma de
operaciones que el motor informático realiza en un relámpago imperceptible.
Pero a mí me asustan más otras cifras que estoy empezando a entender: dos mil
cuatrocientos veinticuatro. Millones de euros. Y es solo la multa. El precio de
nuestros deseos.
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