domingo, 30 de julio de 2017

Black is black



 
Una de las cosas que más se extingue en verano, aunque sea de manera contingente, consustancial a su carácter de “temporada”, es la sensación de realidad, la perentoria impresión de estar en el mundo, el interés por habitarlo. Esa rueda que no cesa de girar, aparenta detenerse por unos días. Un tiempo fangoso sin apremios y sin certezas se despliega bajo nuestros pies enchancletados. Cierto es, he de advertirlo previamente, que la sensación dista de novedad o extrañeza. En los últimos tiempos retroceden a marchas forzadas viejunos conceptos como la verosimilitud, la autenticidad o la coherencia. Pásmense con Trump, of course. Vivimos un verano perpetuo, y no es por el cambio climático. Pero no me refiero a ese quebranto patrimonial del raciocinio, que sí eleva peligrosamente una irredimible prima de riesgo, sino a otra suspensión de la realidad con carácter estacional, achacable a las insolaciones, las bebidas carbonatadas o los esforzados tránsitos intestinales y viarios. El país se puebla de expedientes X y la verdad no está ahí fuera, que hace mucho calor, sino a la sombra de una sombrilla, qué maravilla. El sentido común se va a la playa, producto de una falta de interés epidémica, risueña, amodorrada. Véase: se ojean periódicos al azar, casi sin pretenderlo, y se encuentran reportajes lánguidamente irreales, carentes de atractivo alguno. Declara un presidente del gobierno en los juzgados y, aunque todos sabemos que miente (presuntamente), bajo juramento esta vez, nos preocupa más el sabor algo avinagrado de la ensaladilla rusa. Lógico. El caso está resuelto hace años, y sin embargo the show must go on. Otrosí, entre Cataluña, Venezuela y demás destinos turísticos, se nos olvida hasta quejarnos de lo mal que va León (y de los sitios que, por desgracia para ellos, no son León). En medios más de cercanías, otro show: declaran los siete sabios del milenio que viene (el cuarto) sobre el copón bendito como si fuera el gato de Schroedinger. Un bostezo corta la risilla floja. Esperamos el definitivo testimonio de Terry Gilliam, que él sí que sabe. O de Dios, que, según afirman, está en el ajo.
La noticia de mayor enjundia y trascendencia del verano ha sido el estreno de la temporada de Juego de Tronos (GoT para los iniciados). Este serial no se rinde a la galbana veraniega porque su invierno siempre inminente, siempre presente, nos sitúa en una estación sólida, lejos de figuraciones y espejismos. Por eso triunfa la novela negra escandinava, la sangre sobre la nieve se distingue muy bien. En verano, sin embargo, matamos el rato en una canícula sin contrastes. Añorando las emociones del black is black. Y el momento en que volveremos a casa, o al otoño, que es más o menos lo mismo. Y entonces, el negro será negro como solía. O no. Bad is bad. That I feel so sad. It's time, it's time. That I found peace of mind. Ooh-Ooh. What can I do.It's gray, it's gray…
 (Publicado el 29/7/2017 en La Nueva Crónica de Léon, en una serie estival llamada "Extinto de verano":  http://www.lanuevacronica.com/black-is-black). Las obras de las fotos son de Sean Scully, Black on Black y Malévich, Cuadrado negro sobre fondo blanco.

domingo, 23 de julio de 2017

Torito guapo



 
La televisión a menudo acoge fuegos fatuos, pero también suele convertirse en una suerte de pira funeraria. El verano, por ejemplo, comienza con dos retransmisiones de tono crepuscular: el Tour de Francia y los encierros de San Fermín. Ambos acontecimientos convocan mundos que agonizan. Por ese motivo, de ambos interesa cierta literatura elegíaca, lo que se dice de ellos a título póstumo. No siendo aficionados, disfrutamos con las necrologías que los glosan, con ese aire épico y algo montuno que los convierte en una odisea acontecida a las cinco de la tarde. Léxico que desconocemos y sentidos que se escapan en su plenitud componen, en boca de buenos narradores versados en el tema, la cualidad de un cantar de gesta. Pero no es suficiente, por supuesto. También gustan las crónicas bélicas o la novela negra.
Hace años que el ciclismo gestiona sus sombras y se cimenta sobre el firme resbaladizo y empinado de lo callado acerca de los triunfos de los titanes de antaño. Y las carreras callejeras de mozos y bóvidos, contra lo que pudiera parecer, certifican el declive inapelable de las corridas de toros. De hecho, vemos en el encierro todo lo contrario, la ocasión en que los posibles heridos participan voluntariamente.
La “fiesta nacional” pertenece a una nación que se desvanece. Y sin embargo, hay quien se empeña en su defensa, incluso gastando dineros públicos. Argumentos como el de la tradición tienen la misma utilidad que un reproductor de cintas VHS. Las tradiciones cambian, mueren, desaparecen; y si no lo hacen a tiempo, se convierten en barbarie, zafiedad o estorbo. También se suele recurrir a citar las manifestaciones culturales que, desde antes de Minos hasta las rave parties de Paquirrín, ha propiciado la estética taurina. Esto es como pedir la vuelta de los martirios que relatan las hagiografías católicas. De poco sirve que guste (cada vez a menos) o que se dulcifique (como en Portugal). Y respecto al hecho de que el toro se críe para tal fin, y pueda desaparecer en caso contrario, eso solo revela un tipo de planteamiento hacia tan gallardo animal. Cientos de especies amenazadas e “inútiles” demuestran que nadie pretendería tal cosa. Al fin, la ecuación, de tan simple, se resuelve pronto: infligir daño a un ser vivo hasta la muerte no puede ser un espectáculo. El debate concluye ahí. Ahora solo queda que concluyan la inercia, las pataletas, la airada y añeja pose de quienes no entienden el signo de los tiempos, el progreso de los hábitos y de la forma de pensar. Mientras tanto, puede seguir emocionando que ciertos tropeles corran de madrugada delante de toros y morlacos en las adoquinadas y curvas calles del casco viejo pamplonica, pero tal cosa será tan solo el último hálito de una práctica antaño lucida y excitante, ahora, sobre todo, indigna e indignante. Ya lo resumía El Fary, intelectual del ramo, con evidencias de peso: el torito guapo tiene botines y no va descalzo.
 (Publicado el 22/7/2017 en La nueva Crónica de Léon, en una serie estival llamada "Extinto de verano" http://www.lanuevacronica.com/torito-guapo )

lunes, 17 de julio de 2017

Ojalá que llueva café



 
Caminan a zancadas amplias pero lentas, como si tiempo y espacio tuvieran para ellos otra dimensión; porque tiempo y espacio tienen, para ellos, otra dimensión. Visten ropas gastadas y duraderas, nunca a la moda porque ese concepto, “a la moda”, no significa para ellos nada que valga la pena. Saben hacer cosas que no sabe hacer casi nadie más. Cosas esenciales. Y no saben hacer muchas cosas que, a menudo, creemos nos hacen más competentes que ellos... No suelen hablar mucho, pero sí ser puntuales en el verbo, tajantes en sus contestaciones, incluso broncos, acerca de aquellos asuntos que estiman propios, y cancelan los ajenos que ignoran con displicencia o desprecio lacónicos, ¿quién podría culparles?
Conducen con parsimonia, con una ilógica velocidad constante que aplican por igual a las travesías y las carreteras estrechas y mal asfaltadas que drenan sus dominios o a las nacionales que los dividen y a veces también a las autovías que los circundan desdeñosas. Y lo hacen por el medio de la vía, apartándose al cruzarse con otro vehículo en un último y temible instante, resuelto con aparente indolencia. A veces atropellan un animal y lo arrojan a la cuneta sin ceremonias, tal vez con la convicción de que algún día les arrojarán a ellos a una misma y figurada cuneta. Quizás lo hayan hecho ya.
Espían la vida desde ventanas entornadas. Saludan a quien quiera topen por la calle, porque las calles solo suelen devolver el eco de sus pasos. Y aunque a veces no hablen a alguno de sus vecinos, incluso los aborrezcan, en caso de emergencia acuden sin preguntar de quién se trata y se arremangan a ayudar con el mismo hosco mutismo.
Son los postreros pobladores de un paisaje que se cierra para siempre, de una civilización y formas de vida que, en sus fundamentos, se remontan al neolítico. Quizás no se despueble esa tierra, quizás, más adelante, vengan jóvenes… pero ya no serán quienes la habitaron desde siempre, testimonios de una arqueología por llegar. Sin épica ni lírica que proceda de ellos mismos, estos últimos mohicanos solamente se consumen. Desaparecen lenta e inexorablemente como el hielo del ártico, los tigres de Siberia o los linces ibéricos, sin saber cómo evitarlo. Ni siquiera hijos y nietos, que acuden a ellos cada estío o cada puente para subrogar leve nostalgia de dominguero. Son silenciosamente repudiados por generaciones de españoles que un verano de estos se encontrarán vacías las calles de los pueblos y las carreteras de los valles y montañas donde se circulaba con esa flema de bueyes con que se extinguen todas las cosas justo antes de que empecemos a levantar museos a su memoria o estrenemos llorosos documentales y entonemos sentidos poemas para honrarlas. Habitan territorios enormes y solitarios que son suyos porque nadie más los quiere, pero que creemos nuestros cuando nos apetece. Este verano aún se les reconoce como parte del paisaje. Cada día menos. Ojalá lloviera café en el campo.
(Publicado el 15/7/2017 en La nueva Crónica de Léon, en una serie estival llamada "Extinto de verano" La foto es de Eloísa Otero. http://www.lanuevacronica.com/ojala-que-llueva-cafe )

domingo, 16 de julio de 2017

Sapore di sale



 
Aunque todo se termina, extinguirse tiene mala prensa. Y sin embargo, la extinción permite avanzar; es, como dicen los publicistas, el “motor del cambio”. La mayoría de los seres que poblaban el planeta ha desaparecido a lo bruto al menos en cinco ocasiones. Algunas de esas masivas extinciones globales han hecho tambalearse la vida terrestre, como sucedió a finales del Pérmico; pero en general, gracias a ellas, somos lo que somos. Particularmente mamíferos y humanos en especial debemos estar agradecidos, ya que la última extinción, la cretácica, despejó el escenario de grandes saurios para que pudiéramos ocuparlo. Como sucede con las crisis, las extinciones comportan un remplazo, una liberación de energía y la apertura de un panorama lleno de expectativas y contingencias. La cuestión es si te toca extinguirte, que eso sí da mal rollo. Por poner un ejemplo: la próxima nos toca a los humanos. Es la nuestra. Cuando se habla de que el planeta se va al cuerno, en realidad se quiere decir que nos vamos nosotros, pues el planeta seguirá por su cuenta cuando nos apeemos. Sin pena ni gloria. Nos queda el consuelo que tenía Abraracúrcix, el jefe galo: el cielo se caerá sobre nuestras cabezas, pero no será mañana mismo. Tardará un poquito, pese a que apretemos el acelerador cada día más gracias, entre otros muchos, a otro jefe, el gringo.
Sigamos. Según un análisis meramente formalista, todo surge mediante tres tipos de procesos, a veces combinados: invención, repetición y abandono. O algo nuevo (y que conste que la novedad no es a menudo clemente, ni siquiera oportuna), o replicado (pese al hipotético desprestigio del plagio, es el proceder más exitoso: véase el ADN) o descartado (casi todo lo que hay en los museos, por ejemplo, ha sido “rehecho” a partir de un abandono). Otro tipo de observaciones confirman que nada se destruye, sino que adquiere otro estado, a menudo irreconocible. En esas condiciones, poco sentido tiene apenarse de cualquier extinción, por mucho que nos toque. Y menos aún en verano.
Todo esto viene a cuento (o no) de algunas extinciones que trataremos aquí, en la página postrera y la más bochornosa (por ser la más estival) del periódico. Durante estas semanas de estiaje que también afectan a las noticias y al papel que ocupan, se puede aprovechar que en verano da menos repelús abordar ciertos temas: uno se entera de cosas alarmantes, pero se gira en la tumbona o pide otro mojito y la filosofía del jefe de la aldea irreductible ejerce su efecto reparador. Hay pociones para casi todo. Lo que desaparece deja “un gusto un po’ amaro di cose perdute”, que cantaba Gino Paoli en 1963, justo el año en que alojó una bala junto a su corazón. Pero ya habrá tiempo para nostalgias en otoño y para remover el rescoldo de la melancolía invernal (Paoli aún vive, celebrémoslo). Es tiempo de verano, extinto de verano. Acomódense y gusten.
(Publicado el 8/7/2017 en La nueva Crónica de Léon, en una nueva serie llamada "Extinto de verano": http://www.lanuevacronica.com/sapore-di-sale)

sábado, 1 de julio de 2017

Gúgol



 
Nada es gratis. Para los ingenuos que desde hace años nos preguntamos dónde reside el negocio de las páginas y los buscadoresde internet a los que accedemos supuestamente sin pagar un duro (conexiones aparte), el tribunal de la competencia de la Unión europea ha proporcionado un precio: una multa récord de dosmilcuatrocientos veinticuatro millones de euros. Si esa es la multa, imagínese el beneficio.Averiguan y comercian con nuestra curiosidad y expectativas, no hay mayor negocio en el mundo, desde la esfinge aquella o la cabeza parlante que asombró a don Quijote. Ponen ante nuestros ojos con cómoda presteza aquello que apetecemoscuando asomamos a esa ventana fascinante y perversa que sojuzga nuestros escritorios. Por ese motivo, como me advierteun amigo, se busque lo que se busque en la pantalla, entre las primeras imágenes siempre aparece un desnudo (los deseos son previsibles). Aunque, como en las crónicas judiciales, hay que escribir “supuestamente”, porque el trapo rojo que ponen ante nuestras billeteras no es tanto lo que queremos como aquello que pretenden que queramos. Y compremos.
Si Freud hubiera supuesto la existencia de algo así nos hubiera ahorrado centenares de párrafos abstrusos y alguna teoría paranoica sobre nosotros mismos y nuestra mismidad, aparte de un montón de dólares a los neoyorquinos y algún glorioso chiste de Woody Allen. Hubiera bastado con teclearuna palabra que extractara nuestros anhelos, como en un test de Rorschach, y darle al intro. Intro, qué término freudiano.
Un gúgol (origen del nombre de Google) es vocablo acuñado por un crío para referirse a laastronómica cifra de un uno seguido de cien ceros. Un número pasmoso que sin embargo se queda corto ante la suma de operaciones que el motor informático realiza en un relámpago imperceptible. Pero a mí me asustan más otras cifras que estoy empezando a entender: dos mil cuatrocientos veinticuatro. Millones de euros. Y es solo la multa. El precio de nuestros deseos.