Quizás el mejor libro que se haya escrito sobre la condición
intangible del urbanismo sea “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino. Sus
breves páginas repasan con exactitud y lirismo casos imaginarios que podemos
hallar en la vida real, refrendando la sensación de que cada ciudad manifiesta
y reproduce la traza moral y la personalidad de quienes la han habitado desde
siempre y, especialmente, de quienes la habitan en cada momento. Las cicatrices
y grietas, los empedrados y quebraduras, las erosiones, carencias y realces de
cada plaza y calle son patrimonio de esa biografía que querríamos diferente o
menos vulgar, pero que, si somos francos, acabamos por acatar y hasta por amar.
Sin embargo, las ciudades cambian a cada paso, sin vuelta atrás, y a menudo
esos cambios únicamente tienden a enmascarar cuanto de ella no reconocemos
digno de nuestras ínfulas o aspiraciones. Y entonces, la negamos, negándonos a
nosotros mismos. Destruyéndola.
Tal sucedió y sucede en las ciudades españolas, especialmente
durante los años de despilfarro, llevadas por sus ediles a travestirse de
nuevos ricos horteras y manirrotos. La destrucción de barrios enteros, como El Cabanyal
de Valencia, las colocan ante el espejo de la madrastra de Blancanieves. En
León, para no ser menos, mientras se desmoronan sus señas de identidad por
doquier, se pavimenta. Y luego, se repavimenta. Y más tarde, se vuelve a
pavimentar. La avenida de Ordoño II o la plaza del Húmedo, por citar dos
enclaves nucleares, son la pianola desbaratada que tararea ese naufragio. La Plaza
del grano perduraba: un lugar diferente que sobrevivía por su discreción y
honestidad. Pero es un lugar pobre y aldeano, indigno de una metrópoli con
estadio de Primera división y Palacio de muchos y copetudos Congresos. Era de
pueblo, y por eso había que rehabilitarla, que “reinsertarla” en esta ciudad
sin alma. En eso estamos. Todo es legal y normativo. Todo está aprobado y avalado.
Como siempre. Adelante con las máquinas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 11/2/2017)
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