Se
anuncia una vez más el comienzo de las obras en la plaza del Grano, pero esta
parece de veras. Durante estos meses (casi años) de porfía acerca de esta
intervención se han proferido tantas palabras, que quizás merezca la pena
detenerse un momento en aclarar algunas, casi a título de inventario, por parte
de quienes, de una forma u otra, con unos u otros argumentos, nos hemos
manifestado en contra de esta actuación. Sobre todo porque quienes han propugnado
esta obra desde instancias municipales de hoy y de ayer, han jugado con
demasiada frecuencia a enturbiar las discusiones a base de inexactitudes y
silencios.
Primero:
El proyecto propuesto no se cuestiona, ni a sus redactores o a los adjudicatarios
de los trabajos. Al contrario, su solvencia está probada y la buena intención
del primero, acreditada. Ese no es el asunto, sino si tal intervención está
justificada, es pertinente, responde a las necesidades e idiosincrasia del
lugar a intervenir. De la misma manera que no se curan catarros con
intervenciones quirúrgicas o que no se juzgaría una propuesta de sustituir la catedral
de León por la calidad estética de un nuevo templo sino por su conveniencia,
muchos pensamos que la plaza del Grano no necesita tales obras, sino,
sencillamente, un adecuado sostenimiento. Un mantenimiento que se ha hurtado
durante mucho tiempo, agravando tal situación los desdenes, atropellos y basura
que se le han echado encima, y que solo parecen destinados a justificar lo injustificable:
que colocar sus piedras en su lugar y adecentarla puede ser sustituido por un
proyecto de cirugía mayor.
Segundo:
Nadie quiere dejar la plaza como está, pues –como es evidente- da pena verla.
Se propone mantenerla en buenas condiciones, pero empleando para ello los
métodos tradicionales que, precisamente, hacen de ella un ejemplo pervivido excepcionalmente.
En la teoría de la restauración hay un concepto clave, la conservación
preventiva, que sirve para evitar males mayores, como la prevención en la
medicina. Si algo tiene que restaurarse o rehabilitarse, es que no se ha
conservado adecuadamente. Este es el caso, pero aún estamos a tiempo para
rectificar, y actuar de forma acorde y proporcionada con el objeto de nuestro
interés. Además, alguna de las soluciones propuestas (como las hacenderas
supervisadas por especialistas) tiene mucho que ver con el tipo de solución
urbana y perfil histórico que definen esta plaza. Qué bueno sería que
empezásemos a comportarnos de manera congruente con lo que demanda el propio bien
que deseamos proteger, y no como queremos actuar por la fuerza de la costumbre.
O la de nuestro antojo.
Tercero:
Quienes se han manifestado en contra tienen una sola intención: mantener incólume
un entorno que valoran entre todos los que conforman su ciudad como uno de los
más entrañables y particulares. Si hay otros intereses, ni son computables, ni
por mi parte interesan al caso. Y por cierto, ICOMOS no apoyó (después de
cuestionarlo) el proyecto municipal, sino que matizó sus primeras opiniones recomendando
un cuidado y una forma de actuar que no se han tenido en cuenta aún. A las pruebas
(a punto de ser eliminadas) cabe remitirse.
Cuarto:
Ha quedado clara la ausencia de un diálogo franco entre las autoridades
municipales y la ciudadanía. Un grupo numeroso de ciudadanos encabezados por
nombres representativos de sectores culturales no han sido atendidos ni rebatidos.
Y lo que es peor, no existen cauces para ello: ignorar ha sido la pauta. Como
en la propia plaza, como siempre, se ha optado por dejar descomponerse la
protesta, sabedores de lo que cuesta mantenerla, si acaso ensuciándola con alguna
declaración mendaz de cuando en cuando.
Quinto:
Algún periódico llegó a fotografiar a un ciudadano en silla de ruedas para
justificar la necesidad de la obra. Indigno. Igual podría hacerse en cualquier
bien histórico, exentos todos del cumplimiento de normas de accesibilidad por
razones tan obvias como manipuladas en este caso concreto. La plaza del Grano
no puede recorrerse con tacones de aguja, en silla de ruedas o corriendo. En
todos los casos, puede admirarse. Y por fortuna, para ir a cualquier sitio de
la ciudad no es preciso atravesarla, excepto si se vive en ella. Y para ese
concreto caso hay otras soluciones.
Sexto:
Se justifica a veces con que solo se tocarán las aceras, pero esa es la primera
fase de un proyecto que nadie (nadie) ha dicho que no se vaya a ejecutar en su
totalidad. Sobre todo una vez puestas las primeras vallas de obra. Además, las
aceras son una de las claves de la plaza. Elaboradas casi artesanalmente con
fragmentos calizos de antiguas placas, modeladas por el paso del tiempo, si son
sustituidas crearán una franja nueva y diferente que rodeara el pavimento de
guijarros como una cinta de seguridad: habremos convertido una plaza popular en
un objeto de museo. El tiempo también pinta, afirmó Goya. Y ni se improvisa, ni
se puede imitar.
Séptimo:
La ciudad se llena de baches y grietas, y se van a gastar miles de euros en una
intervención excusable. Pero eso no es nuevo. Acabemos con los precedentes:
¿qué obra de pavimentación o tratamiento físico de un entorno urbano ejecutado
por iniciativa municipal merece la consideración de éxito estético en el último
cuarto de siglo? Esa es la confianza que despierta una intervención en este
lugar, un lugar de cuya excepcionalidad y delicadeza nadie duda... ¿Nadie?
Concluyamos:
Claro que es política, señores. Una forma de hacer política que, por desgracia,
sigue varada en modelos arbitrarios y rancios. Un estilo de intervención que
también atañe a la participación ciudadana en la vida pública. Es política,
pero no debería ser esa política, que subsiste de mezclar la paja y el Grano. Pobre
plaza pobre.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, fuera de la serie de los sábados, el domingo 5/2/2017)
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