domingo, 26 de febrero de 2017

Manifestación



 
Hace tiempo que no acudía a una manifestación. El escepticismo que insuflan los años, y la escasa capacidad de reconocimiento con todas y cada una de las consignas que se vocean, con todos y cada uno de los que las abanderan, con el cómo y cuándo se gritan, aparte una ligera sociopatía de andar por casa, me llevan a protestar por aquello que creo injusto desde la comodidad de mi salón. Manías fomentadas por lastecnologías modernas, supongo.
Pero a esta había que ir. Radicamos en la plaza a las ocho de la tarde, reconociendo caras amigas y gestos cómplices por doquier. Buen ambiente, pese a que nada de lo que allí se decía por una megafonía exigua, se dejaba escuchar. Después los clásicos en la marcha: lemas de toda la vida (Ayuntamiento miento miento), los pitidos y tamborradas de siempre (salvo por bandas de tradicional con su puntomelodioso) y las animaciones de rigor (manos arriba, etc). Nada ha cambiado. Tampoco los errores de principiante, como el recorrido excesivoo las arengas en Ordoño, que duraron, no se oyeron y rompieron el ritmo, desanimando a muchos de proseguirhasta regresar a la plaza.
Al día siguiente las valoraciones, como siempre: una prensa habla de centenares, (hay un periódico regional que dice “decenas”, situando la redacción de la noticia en Burgos…) y transmite sensación de fiascosobre lo que fue un éxito rotundo; “manifestación histórica” según otro medio más proclive y centrado. Ese día había otra manifa de cosas importantes, parecen decirnos desdela portada, para comparar.Lo de siempre. No sé si servirá de algo todo esto, pues las más de las veces las demandas se mezclan, incluso se contradicen, en un fondo de descontento, y seguramente lo que suceda no contentará a nadie. Como siempre... Pero no. Que esto suceda ahora, con lo que ha caído y cae todos los días, aquí y en Suiza, y por un tema como este, tan “menor” según algunos, no es lo de siempre. Es esperanzador, testimonio de que no damos todo por perdido.

sábado, 18 de febrero de 2017

Plaza



Calma, no es sobre la del grano otra vez… Pero sí sobre un par de problemas de conservación más graves, que con motivo de esa polémica se han podido contrastar, una vez más, en redes, foros y demás mentideros y plazas públicas virtuales o reales. Uno: la degradación acelerada y alarmante de las buenas maneras. Tal y como empezaron las obras en la plaza, muchas intervenciones comienzan con un maquinal desdén hacia el discordante. Se añaden luego faltas de respeto a quien dice lo que opina, con la excusa de que su opinión no está argumentada o documentada (aún sin saberlo fehacientemente). Poco importa que ofender deje sin efecto las razones de quien ofende. Agravios, desprecios o mero escarnio son gratuitos. Al fin (tal vez este sea el objetivo) se enmaraña tanto el asunto que lo que menos importa es solucionarlo, sino sobre todo vocear más.
Dos: un uso confuso e incoherente de ciertos argumentos. Ejemplos al azar: a la vez que se pide atender a los expertos se enaltece la opinión del vecindario indiscriminadamente. Se reconoce que hay un grave problema de conservación del empedrado, pero que no se va a tocar de momento. Que el pavimento subyacente era igual que el actual y por eso se hará diferente. O que la maquinaria ligera va a hacer más daño, y por eso se va a usar…
Hay que recordar quién posee o subvenciona los medios para interpretar titulares cuyo destinatario no es el lector. También que los partidos políticos interfieren en cada cuestión popular. Pero, dejando aparte tales lucros, ¿qué beneficio tiene una pendencia desagradable o confusa? Ninguno, salvo desautorizar la razón de ser del debate. Y al fin, el empedrado de la plaza, como cualquier objeto de discusión, no tiene la menor importancia ante la maquinaria pesada que enclavamos en el pedregal de la discusión, donde cada morrillo suelto ya no se recoloca, porque lo arrojamos contra el vecino, que también agarra otro y se mete en la refriega. De esta manera no se arregla ni la plaza ni nada.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 18/2/2017)

domingo, 12 de febrero de 2017

Metrópoli



 
Quizás el mejor libro que se haya escrito sobre la condición intangible del urbanismo sea “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino. Sus breves páginas repasan con exactitud y lirismo casos imaginarios que podemos hallar en la vida real, refrendando la sensación de que cada ciudad manifiesta y reproduce la traza moral y la personalidad de quienes la han habitado desde siempre y, especialmente, de quienes la habitan en cada momento. Las cicatrices y grietas, los empedrados y quebraduras, las erosiones, carencias y realces de cada plaza y calle son patrimonio de esa biografía que querríamos diferente o menos vulgar, pero que, si somos francos, acabamos por acatar y hasta por amar. Sin embargo, las ciudades cambian a cada paso, sin vuelta atrás, y a menudo esos cambios únicamente tienden a enmascarar cuanto de ella no reconocemos digno de nuestras ínfulas o aspiraciones. Y entonces, la negamos, negándonos a nosotros mismos. Destruyéndola.
Tal sucedió y sucede en las ciudades españolas, especialmente durante los años de despilfarro, llevadas por sus ediles a travestirse de nuevos ricos horteras y manirrotos. La destrucción de barrios enteros, como El Cabanyal de Valencia, las colocan ante el espejo de la madrastra de Blancanieves. En León, para no ser menos, mientras se desmoronan sus señas de identidad por doquier, se pavimenta. Y luego, se repavimenta. Y más tarde, se vuelve a pavimentar. La avenida de Ordoño II o la plaza del Húmedo, por citar dos enclaves nucleares, son la pianola desbaratada que tararea ese naufragio. La Plaza del grano perduraba: un lugar diferente que sobrevivía por su discreción y honestidad. Pero es un lugar pobre y aldeano, indigno de una metrópoli con estadio de Primera división y Palacio de muchos y copetudos Congresos. Era de pueblo, y por eso había que rehabilitarla, que “reinsertarla” en esta ciudad sin alma. En eso estamos. Todo es legal y normativo. Todo está aprobado y avalado. Como siempre. Adelante con las máquinas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 11/2/2017)

domingo, 5 de febrero de 2017

Del Grano y la paja



 
Se anuncia una vez más el comienzo de las obras en la plaza del Grano, pero esta parece de veras. Durante estos meses (casi años) de porfía acerca de esta intervención se han proferido tantas palabras, que quizás merezca la pena detenerse un momento en aclarar algunas, casi a título de inventario, por parte de quienes, de una forma u otra, con unos u otros argumentos, nos hemos manifestado en contra de esta actuación. Sobre todo porque quienes han propugnado esta obra desde instancias municipales de hoy y de ayer, han jugado con demasiada frecuencia a enturbiar las discusiones a base de inexactitudes y silencios.
Primero: El proyecto propuesto no se cuestiona, ni a sus redactores o a los adjudicatarios de los trabajos. Al contrario, su solvencia está probada y la buena intención del primero, acreditada. Ese no es el asunto, sino si tal intervención está justificada, es pertinente, responde a las necesidades e idiosincrasia del lugar a intervenir. De la misma manera que no se curan catarros con intervenciones quirúrgicas o que no se juzgaría una propuesta de sustituir la catedral de León por la calidad estética de un nuevo templo sino por su conveniencia, muchos pensamos que la plaza del Grano no necesita tales obras, sino, sencillamente, un adecuado sostenimiento. Un mantenimiento que se ha hurtado durante mucho tiempo, agravando tal situación los desdenes, atropellos y basura que se le han echado encima, y que solo parecen destinados a justificar lo injustificable: que colocar sus piedras en su lugar y adecentarla puede ser sustituido por un proyecto de cirugía mayor.
Segundo: Nadie quiere dejar la plaza como está, pues –como es evidente- da pena verla. Se propone mantenerla en buenas condiciones, pero empleando para ello los métodos tradicionales que, precisamente, hacen de ella un ejemplo pervivido excepcionalmente. En la teoría de la restauración hay un concepto clave, la conservación preventiva, que sirve para evitar males mayores, como la prevención en la medicina. Si algo tiene que restaurarse o rehabilitarse, es que no se ha conservado adecuadamente. Este es el caso, pero aún estamos a tiempo para rectificar, y actuar de forma acorde y proporcionada con el objeto de nuestro interés. Además, alguna de las soluciones propuestas (como las hacenderas supervisadas por especialistas) tiene mucho que ver con el tipo de solución urbana y perfil histórico que definen esta plaza. Qué bueno sería que empezásemos a comportarnos de manera congruente con lo que demanda el propio bien que deseamos proteger, y no como queremos actuar por la fuerza de la costumbre. O la de nuestro antojo.
Tercero: Quienes se han manifestado en contra tienen una sola intención: mantener incólume un entorno que valoran entre todos los que conforman su ciudad como uno de los más entrañables y particulares. Si hay otros intereses, ni son computables, ni por mi parte interesan al caso. Y por cierto, ICOMOS no apoyó (después de cuestionarlo) el proyecto municipal, sino que matizó sus primeras opiniones recomendando un cuidado y una forma de actuar que no se han tenido en cuenta aún. A las pruebas (a punto de ser eliminadas) cabe remitirse.
Cuarto: Ha quedado clara la ausencia de un diálogo franco entre las autoridades municipales y la ciudadanía. Un grupo numeroso de ciudadanos encabezados por nombres representativos de sectores culturales no han sido atendidos ni rebatidos. Y lo que es peor, no existen cauces para ello: ignorar ha sido la pauta. Como en la propia plaza, como siempre, se ha optado por dejar descomponerse la protesta, sabedores de lo que cuesta mantenerla, si acaso ensuciándola con alguna declaración mendaz de cuando en cuando.
Quinto: Algún periódico llegó a fotografiar a un ciudadano en silla de ruedas para justificar la necesidad de la obra. Indigno. Igual podría hacerse en cualquier bien histórico, exentos todos del cumplimiento de normas de accesibilidad por razones tan obvias como manipuladas en este caso concreto. La plaza del Grano no puede recorrerse con tacones de aguja, en silla de ruedas o corriendo. En todos los casos, puede admirarse. Y por fortuna, para ir a cualquier sitio de la ciudad no es preciso atravesarla, excepto si se vive en ella. Y para ese concreto caso hay otras soluciones.
Sexto: Se justifica a veces con que solo se tocarán las aceras, pero esa es la primera fase de un proyecto que nadie (nadie) ha dicho que no se vaya a ejecutar en su totalidad. Sobre todo una vez puestas las primeras vallas de obra. Además, las aceras son una de las claves de la plaza. Elaboradas casi artesanalmente con fragmentos calizos de antiguas placas, modeladas por el paso del tiempo, si son sustituidas crearán una franja nueva y diferente que rodeara el pavimento de guijarros como una cinta de seguridad: habremos convertido una plaza popular en un objeto de museo. El tiempo también pinta, afirmó Goya. Y ni se improvisa, ni se puede imitar.
Séptimo: La ciudad se llena de baches y grietas, y se van a gastar miles de euros en una intervención excusable. Pero eso no es nuevo. Acabemos con los precedentes: ¿qué obra de pavimentación o tratamiento físico de un entorno urbano ejecutado por iniciativa municipal merece la consideración de éxito estético en el último cuarto de siglo? Esa es la confianza que despierta una intervención en este lugar, un lugar de cuya excepcionalidad y delicadeza nadie duda... ¿Nadie?
Concluyamos: Claro que es política, señores. Una forma de hacer política que, por desgracia, sigue varada en modelos arbitrarios y rancios. Un estilo de intervención que también atañe a la participación ciudadana en la vida pública. Es política, pero no debería ser esa política, que subsiste de mezclar la paja y el Grano. Pobre plaza pobre.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, fuera de la serie de los sábados, el domingo 5/2/2017)

Reality





A vueltas con Trump. Qué pesadilla de personaje: desayuno, merienda y cena para rato. Como excusa conste que estará emocionado con el cargo, e hiperactivo. Como un mono con dos hachas. Como dicen por ahí, para un político que cumple sus promesas, tenía que ser este. Sobre los porqués de ese protagonismo y nuestra consiguiente obsesión (aparte los evidentes) se me ocurre que quizás se deban a que don Donald es un acto fallido freudiano de libro: nos revela aunque lo neguemos. Nos pone frente al espejo de manera descarnada, sin afeites ni pose, a traición. En ese instante del aseo personal en que, sin querer, nos vemos reflejados involuntariamente y decimos: no somos nosotros. Pero sí lo somos.
Actuamos como Trump, pero ni lo reconocemos, ni nos gusta. Él levanta muros, nosotros también. No cerramos fronteras pero pagamos a Turquía para que contenga a sirios y a troyanos. No somos proteccionistas, pero subvencionamos nuestros productos para que países de ese tercer mundo al que queremos tanto sigan siendo pobres... Hasta el tupé nos molesta, pero en cualquier lugar de la red social y hay más maquillaje y peluquería que chicha. Como suele, el fantoche nos retrata mal que nos pese. Hasta su chusca puesta en escena, esa manera de firmar y enseñar la pieza cobrada a cámara ante el aplauso de sus monaguillos. Ese “you‘re fired” sin contemplaciones a la fiscal que le ha rebatido, que solía ser su frase estrella en su show televisivo… Es la versión original de esos programas que nadie reconoce ver pero que ahí siguen, como si los viéramos. El reality hecho realidad.
Sucede, simplemente, que Trump descubre la auténtica naturaleza de nuestra doblez: sus groserías visualizan la desnudez de los súbditos del emperador. Como indica su apellido, triunfa porque lleva el palo ganador, el que solemos disimular hasta la jugada decisiva, para prevalecer. Aquello de Marx sobre la historia que se repite como farsa, sirve a medias. Lo vamos a pasar de miedo. Literalmente.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 4/2/2017)