Acabamos este
año más perplejos y desorientados de lo que lo comenzamos, aquel uno de enero
como el de mañana. Un año repleto de confusión y decepciones las más de las
veces. Aunque aquí entre las palabras del año quizás triunfe cuñadismo, el
Diccionario Oxford ha acuñado el término Posverdad
-post-truth- para referirse a acontecimientos
que supuestamente han traicionado el sentido común y racional de la realidad con
respuestas tan inesperadas como inexplicables. Del referéndum sobre las FARC al
constitucional italiano, pasando por el Brexit o el triunfo de Trump, las
sociedades occidentales parecen empeñadas en llevar la contraria a las
previsiones de la lógica, de cierta y usual lógica que se ha revelado como un
trasto viejo. Decisiones entrañables, esto es, surgidas de las entrañas, más
viscerales que argumentadas, más emotivas que objetivas, se han impuesto sin
contemplaciones. Del desencanto ante las políticas tradicionales, inútiles e
impotentes contra los poderes fácticos, surgen políticos que, aprovechándose
del sistema, despliegan ante nuestros ojos un capote rojo henchido de aquello
que queremos ver y que suele ser aire. Todos conocemos tipos de esa ralea, en
Nueva York o en Ponferrada. Su lógica es evidente, pero la trampa, aunque se
perciba, atrae con la fuerza de un atavismo, con la fe desesperada que ponemos
en toda desesperanza. A ello contribuyen medios de comunicación partidistas, y
la difusión en redes sociales de medias verdades, simplicidades y patrañas que
solo alientan turbios intereses “posverificables”.
Sin embargo, prescindir
de la razón, de los argumentos, es solamente embestir. Que no encontremos
explicaciones a las victorias de una aparente sinrazón no pone en tela de
juicio esa razón, sino nuestra capacidad para dar con ellas. Estar a la altura
de este reto marcará los futuros doce meses y los años venideros, en que la
verdad seguirá siendo un asunto a debatir, pero no un asunto pospuesto,
sustituido o caduco. Feliz año.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 31/12/2016)
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