Dicen
los antropólogos que las sociedades antiguas ordenaban la vida por ciclos.
Ahora es una carrera de obstáculos. Empieza la Navidad el primer día de agosto en
que te percatas de que en la cafetería han colgado un letrerito hortera
anunciando la venta de lotería del Gordo. El tiempo se acelera tanto desde ese momento
que cuando instalan las luces callejeras, con su facundia ñoña y colorista,
apenas te das cuenta y lo ves normal, aunque aún sea noviembre y hasta El Corte
Inglés se demore en inocularte el estrés compulsivo de compras, comidas, cenas
y más compras en que ha quedado lo que apenas recuerdas cómo sucedía en la
niñez, a su vez un adulterado mito personal transido de anuncios navideños y tonadas
de villancico. Desde ese momento el vértigo se incrementa hasta que, a la
altura del día cinco, la presión se hace insostenible y las tuercas comienzan a
temblar en todas las casas.
Pero
de la misma manera sutil y algo insidiosa en que comienzan, las navidades se
despedazan de golpe y porrazo contra el suelo como una copa de vidrio
aflautada. Un día como el nueve de enero. Como si jamás hubieran estado ahí. Entonces
recogemos las trizas de tan forzosas celebraciones y las guardamos en una caja
de cartón apresuradamente, sabiendo que en un año lamentaremos haberlo hecho de
forma tan desordenada. Huimos de las sensaciones que guardamos en esa caja como
quien huye de un nubarrón que no ha llegado a desencadenarse sobre nuestras
cabezas. Arrancamos incluso con furia los espumillones y, si los niños miran,
sonreímos con una mueca de sainete. Repasamos el año indolentes,
convenciéndonos de que sólo han pasado unos días más y que, por ello, no merece
la pena intentar nada. Revisitamos los viejos, acogedores fracasos. Cerramos
las cajas con cinta y las apilamos con un suspiro de liberación. Al fin. No es
de extrañar que todo acabe en las rebajas: como si desde el comienzo hubiéramos
sabido que nada valía lo que costaba. Ya falta menos para carnaval.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 7/1/2017)
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