No dejo de mirar las fotos del embajador ruso en Turquía tendido
en el suelo y su asesino en pie, empuñando el arma, y pensar que estoy ante una
obra de creación contemporánea, una escultura hiperrealista como las de Mueck,
Segal, o Juan Muñoz, o, más aún, un happening
llamado a concitar la sorpresa de los visitantes que al fondo observan intimidados,
y a la vez a retratar este inicio de siglo con toda su veracidad y su crudeza. Sé
bien que a esa falsa impresión contribuye que el suceso tuviera lugar en una
galería de arte, cuya pared blanca, ornada por fotografías colgadas algo
torpemente, sirve de pertinente telón de fondo a este zarpazo visual que el
vídeo de los hechos, por otro lado, depaupera. El estatismo que las fotografías
prestan a ambos personajes igualmente trajeados y contrastadamente dispuestos, consigue
un distanciamiento de preparativo teatral, que tal pareció en un primer
instante a su autor, el audaz reportero Burhan Ozbilici, como si un suceso así
no fuera verosímil, ni factible grabarlo con esa pulcritud, precisamente hoy
día en que nada escapa al ojo público que llevamos en el bolsillo. Pero hay
más. Los dos hombres adoptan actitudes simbólicas opuestas: el viejo yace
inanimado con los brazos abiertos, como crucificado a la tierra con una quietud
mansa, definitiva. El joven se tensa erguido, las piernas abiertas y la pistola
aferrada con ambas manos, blandiéndola contra alguien a quien no vemos: una
acción solidificada, incisiva y latente; de una violencia pura.
Como imagen artística quizás resulte maniquea y escueta,
pero sus referentes, exégesis y relaciones con el mundo que construimos
permiten especular acerca de sucesos que se ramifican en todo el planeta. Por
su parte, en Berlín, un mercadillo de Navidad (nótese el ligero oxímoron) ha
sido masacrado por un camión suicida y en otra foto, el abeto con la estrella
en su cúspide ha caído junto a la fúnebre caja del vehículo. Concluimos este
año con estampas desalentadoras.
(Publicado en La Nueva Crónica de Léon, el 24/12/2016)