Ha templado la tarde y salgo a caminar, entre aturdido y
voluntarioso, por los campos que me rodean, con un letargo envuelto en
graznidos esquivos y cuchicheos de ramas desnudas. Las recientes nevadas han
dejado tras de sí una sensación de invierno inconcluso y una congoja sin
nombre. El cielo oscurece rápido, aunque se quiere distinguir en cierta demora el
atisbo de esa primavera inexorable que aún tardará en decepcionarnos. Los pasos
buscan apoyo firme en medio de suelos embarrados o crujientes, de blancos engañosos
y resbaladizos pardos, casi negros. Hay extensiones que aún permanecen vírgenes
con una blancura inerme, extraña en su recién adquirida condición, a menudo
hollada por infinidad de seres que han dejado vacíos escrupulosos como
testimonio de su paso. Cuánto gozo habría en saber qué animales pasaron por
aquí, en conocer por qué lo hicieron, hacia dónde se encaminaban, huyendo
aprisa o sigilosos al acecho. Una sabiduría de dioses y augures. Sus pisadas garabatean
notas de una melodía exacta que musita dramas que no es dado conocer a los
hombres. Este debe ser el placer de los bosques sin senderos y la compañía en
la que nadie se inmiscuye a los que aludió aquel inglés muerto en Grecia…
De nuevo en la carretera, me parece notar nuevos cuarteamientos
en su superficie, nuevas exigencias de la tierra sepultada bajo ella. Si el
tiempo se comprimiera, el asfalto restallaría tal vez como una hoja seca, saltaría
como una rama que chasca en mil pedazos, como el charco helado que se ha formado
a su vera cuando lo piso sin darme cuenta. Pero el tiempo nos aferra sin esas misericordias.
Por un camino escoltado de árboles que afiligranan el
firmamento, topo con el cementerio. No me resisto a mirar por la cancela; nadie
se resiste. Las tumbas de los pueblos donde vive gente anciana abundan en
flores frescas. Las losas están limpias y no hay nieve ni barro en la entrada. El aire se apacigua
en esta alta explanada y apenas se escucha nada. Dan ganas de aullar.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 31/1/2015)
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