sábado, 21 de febrero de 2015

Clubes



 
Están los clubes de siempre. Demasiado a menudo, en ellos se predica una cosa y se hace otra. Demasiado a menudo, para estar en ellos hay que tragar sapos de tamaño paleontológico, plegar la espalda hasta que el riñón se forre, comportarse como un despótico señor feudal y un vasallo rastrero, según el caso. Son clubes a los que se dice pertenecer por convicción, pero cuyos principios se arrastran por el fango demasiado a menudo. Clubes en los que se oyen cosas como: nuestros dirigentes cobran ilegalmente, nuestro club se sufraga ilegalmente, nuestra sede se ha pagado ilegalmente... pero pese a la indignación, nadie se marcha. Aguantan allí como si no hubiera más sitio donde estar, como si pertenecer a ese club fuera obligatorio, su único proyecto de vida, su única opción no sólo de estar en un club, sino de estar en algo. Y quizás sea así, pues muchos no tienen otro oficio que ese: el club. Así que aprietan los dientes (o se mofan de tapadillo, que también) y siguen sonriendo mientras se les agrieta la cara. Pertenecen a un club cuyas reglas públicas aparentan rigor, pero que demasiado a menudo funcionan con normas inconfesables, que todos conocen. Y a muchos les da igual.
Ahora hay un club nuevo. Que, como todos, pretende limpieza. Y aunque empiece a detectársele alguna mácula de club antiguo, es poca cosa aún. Este club no ha tenido ocasión de decepcionar a sus miembros, y se propone denunciar que los clubes tal y como han funcionado son una muy mala manera de hacer las cosas, precisamente por eso, por ser clubes. Es un contrasentido, por tanto, que ellos también sean uno, pero se supone que hay que ser un club para entrar en el juego. Eso sí, los clubes viejos y sus muchos partidarios de papel, ondas o pantallas, se han echado encima de este nuevo club acusándolo de cosas feas, como jaurías dispuestas a que no haya más clubes que los suyos. Son acusaciones que, demasiado a menudo, lo que nos recuerdan es precisamente cómo se comportan los viejos clubes.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 21/2/2015)

lunes, 16 de febrero de 2015

Helvecia



 
El corazón de Europa es una caja de caudales.
En una famosa escena de El tercer hombre, Harry Lime (Orson Welles) comenta que, bajo el desgobierno de los Borgia, Italia alumbró el Renacimiento, mientras los suizos, en quinientos años de paz, sólo inventaron el reloj de cuco. Relojes no sé, pero cucos sí son. Convertidos en satrapía de la riqueza, comercian con el dinero y, sobre todo, con el secretismo, el sigilo y la opacidad, como si tener dinero fuera tener algo ilegítimo. Perdónenme, pero la ecuación dinero y secreto sólo se despeja con la palabra fraude.
Fíjense en Botín, aquel faro de los negocios, empresario modélico, cuyo fallecimiento motivó ditirambos por doquier en los que nadie recordaba la lista Falciani. Y mientras tanto, Suiza persigue a don Hervé por haber hecho públicos datos bancarios de posibles escamoteos a los ciudadanos. O el Reino Unido, gastando trece millones de euros en custodiar la embajada de Ecuador para que no escape Assange, el revelador de secretos. El mundo al revés.
Suiza, uno de los países más prósperos del mundo, atiborra sus bancos con un dinero, por poner un ejemplo, procedente de unos pocos griegos, que la gran mayoría de los griegos después deberá pedir prestado. Los europeos (del sur, de momento...) se desangran en una descapitalización que liquida las conquistas sociales para convertirlas en negocios. Y los sinvergüenzas que hacen esos negocios a menudo cruzan los Alpes como la familia von Trapp, de la mano, con una sonrisa en la cara, silbando cancioncillas, la cartera pegada al pecho. En una suerte de sálvese quien pueda, huyen como si este cansado continente ya no tuviera remedio ante el desplazamiento de los pingües beneficios a lugares bien lejanos. Abandonan el barco como capitanes del Costa Concordia dejando atrás a un pasaje aterrado y una tripulación inútil, políticos despojados de poder, un poder cuyas migajas se sisan en la caja fuerte que hemos colocado en el centro mismo de nuestra vieja geografía.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 14/02/2015)

viernes, 6 de febrero de 2015

Griegos



 
Virgilio describió cómo un “regalo de los griegos” puede ser una artimaña temible, tanto que resulte determinante para resolver un largo enfrentamiento. Pero ese era el punto de vista de sus enemigos, de los romanos, legatarios de Troya. Para los propios griegos, europeos por linaje y antonomasia, el regalo del caballo de Troya propiciaba la victoria, pues en él se ocultaron los guerreros destinados a abrir las puertas de aquella fortaleza inexpugnada tras décadas de asedio. El destinatario del obsequio, en definitiva, fueron los propios griegos.
El nuevo gobierno heleno, pese a sus llamativos errores iniciales (ausencia de mujeres, pacto con la derecha para lograr mayoría) pretende ser un regalo para un gran ejército de europeos, una enorme legión del nuevo precariado que, en número creciente, acampa a las puertas de la amurallada ciudadela en la que defienden sus privilegios un puñado de oligarcas. El matonismo de la señora Merkel, los chantajes de la llamada troika (¿quién les otorgó el poder? ¿qué intereses defienden? ¿de dónde sale el dinero que tan alegremente reparten y hoscamente reclaman? ¿qué hacen con él?), la impunidad de gestores y ejecutores de la crisis… ante todas esas insidiosas amenazas y contra el rapto de una princesa griega llamada democracia, el gobierno de Syriza se alza como un caballo de madera en medio del patio de armas, destinado a abrir las puertas a una Europa distinta; justo aquella que nos dijeron que iban a construir antes de que nos diéramos cuenta de que nos mentían, de que lo que levantaban era otro baluarte de privilegios que sería preciso asaltar desde las urnas, desde la calle. El gobierno de Alexis Tsipras y de su ministro de economía, tan parecido a la estampa de un sagaz Ulises, o si se prefiere a la de un enérgico profesor de Hogwarts, está llamado a ofrecer esperanzas a quienes sentimos esta crisis como un inmenso timo, una estafa a gran escala ante la que sólo cabe una estratagema: un obsequio de los griegos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 7/2/2105)

domingo, 1 de febrero de 2015

Paseo

Ha templado la tarde y salgo a caminar, entre aturdido y voluntarioso, por los campos que me rodean, con un letargo envuelto en graznidos esquivos y cuchicheos de ramas desnudas. Las recientes nevadas han dejado tras de sí una sensación de invierno inconcluso y una congoja sin nombre. El cielo oscurece rápido, aunque se quiere distinguir en cierta demora el atisbo de esa primavera inexorable que aún tardará en decepcionarnos. Los pasos buscan apoyo firme en medio de suelos embarrados o crujientes, de blancos engañosos y resbaladizos pardos, casi negros. Hay extensiones que aún permanecen vírgenes con una blancura inerme, extraña en su recién adquirida condición, a menudo hollada por infinidad de seres que han dejado vacíos escrupulosos como testimonio de su paso. Cuánto gozo habría en saber qué animales pasaron por aquí, en conocer por qué lo hicieron, hacia dónde se encaminaban, huyendo aprisa o sigilosos al acecho. Una sabiduría de dioses y augures. Sus pisadas garabatean notas de una melodía exacta que musita dramas que no es dado conocer a los hombres. Este debe ser el placer de los bosques sin senderos y la compañía en la que nadie se inmiscuye a los que aludió aquel inglés muerto en Grecia…
De nuevo en la carretera, me parece notar nuevos cuarteamientos en su superficie, nuevas exigencias de la tierra sepultada bajo ella. Si el tiempo se comprimiera, el asfalto restallaría tal vez como una hoja seca, saltaría como una rama que chasca en mil pedazos, como el charco helado que se ha formado a su vera cuando lo piso sin darme cuenta. Pero el tiempo nos aferra sin esas misericordias.

Por un camino escoltado de árboles que afiligranan el firmamento, topo con el cementerio. No me resisto a mirar por la cancela; nadie se resiste. Las tumbas de los pueblos donde vive gente anciana abundan en flores frescas. Las losas están limpias y no hay nieve ni barro en la entrada. El aire se apacigua en esta alta explanada y apenas se escucha nada. Dan ganas de aullar.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 31/1/2015)