Esta semana nos engulló la niebla. Ahondados
en su letargo, nos sentimos desorientados, como un ciego de improviso despojado
de su espacio cotidiano y de su bastón. La niebla desciende sobre nosotros y
nos traga como ese animal impreciso y formidable que es atmósfera de muchos
mitos y tópicos, todos ellos turbadores. La niebla no sólo desdibuja los
perfiles de las cosas y las hace evaporarse junto con el lugar en que se
materializaban, también diluye el discurrir del tiempo, nos instala en un día
sin gobierno solar, lechosamente inmutable, en una noche nacarada, poblada de
soles equívocos, tal vez cualquier farola, cualquier errática y trémula luz. La
niebla se filtra en nuestros cuerpos, más allá de nuestra vestimenta inútil y
nos pulsa tendones y huesos como cuerdas de un instrumento desquiciado que
tirita sin ton. Si nos quedamos parados, la niebla suspende y entumece nuestro
entendimiento y encoge el panorama del mundo hasta hacerlo apáticamente miope y
repetido, como si no hubiera un mañana ni un lugar distinto a este en que
estamos, tan encogido y fútil.
Algo como esta niebla que embrutece, amedrenta y abotaga
debe impulsar los actos de esos tipejos que son capaces de asesinar a sangre
fría invocando una fe que si algo tiene de respetable y de común con las demás
es precisamente la consideración hacia los otros, la predicación de una estima universal
a todo semejante. Sólo una mente lixiviada y de sucia simplicidad ampararía
tales actos pretendiendo argumentarlos. Por otro lado, sólo una bruma muy densa
nos haría suponer que el Islam tiene algo que ver con esos canallas, aparte de
ser su excusa. La misma excusa que antaño fueron los vascos para ETA, la misma
que siempre buscan quienes matan, en un largo y nebuloso etcétera. Sólo una niebla
glacial y falsaria, simulacro de una idea desvanecida, puede conducir a alguien
a ejecutar tales crímenes o a justificarlos poniendo como coartada a un profeta
muerto, a una religión antigua, a una creencia más.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 10/01/2015)
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