Hace frío tan de mañana. El primer día del año se despereza aturdido
y sin ganas, resistiéndose a comenzar algo que nadie sabe dónde ha de acabar ni
cómo. Las calles bostezan al vacío con resuellos de mala noche y en salir a
pasear este día tan temprano existe una perversidad inocente, como de
psicoanalista sin clientes que se entretiene en escudriñar a alguien sin ser
visto.
Se camina con una determinación errática y uno tropieza en
cada esquina con una calma que parece más bien el agotamiento del ruido, el eco
de un estruendo que ya no volverá, como si ya no fuera posible que nada más
resonase. A lo lejos, en un lugar ajeno e inalcanzable, una sirena de
ambulancia entona un canto repelente que se pretende descifrar en vano.
Alguien, en una calle desconocida, ha tropezado con unos cristales rotos. Los
patea y maldice. Hay una vomitona en el suelo, revuelta entre serpentinas, y
hasta un único y desolado guante se atreve a retar el paso de quienes osaran transitar
por allí. Nadie lo hace.
Una pandilla de muchachos ebrios que tan pronto vociferan como
enmudecen, se tambalea calle abajo, las corbatas flojas, la camisa fuera, la
mirada vidriosa y levemente triste. Discuten sobre qué hacer a continuación,
aunque saben que no harán ya nada, que no puede hacerse nada ya.
Si se coincide con otro solitario, se desvían la mirada y la
senda. Cada paso que se da parece dirimir una cuestión tan antigua como
estéril; cada perspectiva que se abre al caminar es una brazada más hacia un
desconcierto de tan reiterado, acogedor. Se estaría mejor en casa, pero una
cafetería quizás pueda hacer las veces. Sin embargo, pese a lo avanzado del día,
el barrio parece tan yermo como en medio de la madrugada más oscura, aunque no una
madrugada como esta última, en la que han brillado todas las luces que ahora se
encuentran fundidas, agotadas, muertas. La sensación de haber extraviado algo
no demasiado importante se cuela por todas las rendijas. Hace frío. Sigue
siendo invierno.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 3/01/2015)
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