Al final era
esto. Soñaron con ello las mentes más nobles y a ello dedicaron los esfuerzos
más cabales. Isidoro de Sevilla, por ejemplo, reunió en sus libros las astillas
del vasto armazón antiguo, encapsuladas en palabras que ya no significaban casi
nada, y por ello mismo podían simbolizar casi todo, y así eran pronunciadas una
y otra vez como un mantra, la esencia de un conocimiento fosilizado para
siempre. Siglos después, unos cuantos franceses entusiastas intentaron compilar
todo el saber en unos libros enormes y bellos que se convirtieron en las
partijas testamentarias de todo un tiempo. Se diría que cada vez que se pretende
ese inventario, que se emprende el catálogo razonado del saber, se trata en
realidad de un cierre, un borrón y cuenta nueva, un tajante cambio de tercio.
Y ahora esa
tarea de titanes, por vez primera, pertenece a casi toda la humanidad, que la
emprende con indiscriminada displicencia, con extraviada pasión. Ciudadanos con
acceso a un medio de comunicación que construyen a la vez que utilizan. La red. El lugar donde
nuestros sueños más bajos y esperanzas más nobles quedan atrapados para una
posteridad incierta y, tal vez, vergonzosa. Y es que resulta que era eso. Nuestra
cultura entera tendida al sol se antoja un patio de porteras, una exhibición de
humanidad agreste, una muestra de lo que somos, sin los filtros de aquellos viejos
empeños, tan selectivos. Por eso en esta enciclopedia virtual activa y
multiforme que nos retrata despiadada, a cuyo curso formidable nos arrastra una
pantalla luminosa, se arraciman sin orden ni concierto lo sublime y lo grosero,
la maledicencia y el encomio, y junto a todos los tipos de pornografía late una
sensación de íntima vulnerabilidad, la embriaguez de un fracaso monumental.
A ese piélago
sin orillas se asoma ahora, un año después, este periódico, con pequeña chalupa
y una tripulación aventurada. Como cuando el océano acababa en un abismo y la
tierra era plana y el sol su satélite. Adelante.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 20/12/2014)
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