En este país no
sólo esperamos a que se muera alguien para rendirle un homenaje que a esas
alturas siempre resulta injusto, se haga lo que se haga; es que, además, solemos
esperar a que el cadáver se haya consumido hasta el tuétano y extraviado sin
remedio para acordarnos de la santa y de la bárbara. Eso sí, una
vez llega la ocasión de celebrarlos, a ellos o a sus obras, no estamos
contentos hasta no haber removido tumbas y aventado el fiambre en torno a
nuestra mesa de comensales pimpolludos y soplagaitas. Porque nos aclamamos a
nosotros, claro, a nuestra teatralidad de anfitriones desatentos.
Sólo así se
explica que para celebrar el próximo año el centenario de la segunda parte del
Quijote (que desmiente rotundamente aquello de las segundas partes, con una aún
mejor que la primera) y el año siguiente, el fallecimiento de Cervantes, lo más
notorio que se pretenda a fecha de hoy sea la localización de sus despojos, revueltos
en el subsuelo de las trinitarias de Madrid, con la alcaldesa, embriagada como
buscando setas en una olimpiada micológica. Y así con todo. Ya pasó con el
fiasco de Velázquez (y Lope, Quevedo, Calderón...), con el troceado y tal vez falso
de Colón, con el cadáver esfumado de Lorca o los restos exiliados de Machado...
Es curioso el afán de algunos por localizar cuerpos mientras se niegan a dar
sepultura noble a difuntos de tanta familia ansiosa de honrar a sus antepasados
represaliados hace unas décadas. Este país sólo reconoce a alguien cuando ya no
importa. Y los cadáveres sólo se tornan exquisitos con el paso de siglos o el
ansia de ceremonias.
Es famosa la
anécdota de los embajadores franceses sorprendidos, durante su visita a Madrid,
de la estrechez en la que vivía el tullido de Lepanto pese al éxito que en
Francia habían obtenido sus obras. Y la respuesta del dignatario español no
puede ser más reveladora de nuestro carácter: si hubiera vivido con desahogo quizás
no habría creado tales maravillas. Hay que joderse (con perdón).
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 25/10/2014)
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