Levantar muros
fue siempre un acto de arrogancia y miedo a partes iguales. Los muros no
protegen, encierran. Y dejan fuera al otro, al que no queremos con nosotros
porque su mera presencia pone en cuestión el estatuto de nuestra acomodación; unos
privilegios que, si han de guarecerse así, será porque no son legítimos ni
justos.
Este domingo se
conmemora que hace un cuarto de siglo Occidente se sacudió la ignominia del
muro berlinés con un suspiro de alivio que desmantelaba una barrera sombría
pero muy real entre dos mundos, cancelaba la guerra fría y haría de los
alemanes del Este, de la mitad de Europa, ciudadanos de nuevo con plenos
derechos... Hoy lo celebramos, pero más allá de los merecidos ecos de aquella
jornada emocionante en que una algarabía nocturna de bocinazos, abrazos y
cánticos abatía a un gigante con pies de barro, cabe deliberar si sirvió para
algo aquella comprobación -una más- de que los muros no hacen sino sajar una
herida que tarda décadas en cicatrizar, que el destino de los muros es caer al
fin con estrépito, que nada logra separar los lados de una misma cosa por mucho
tiempo...
El tabique degradante
que aparta a los palestinos de los israelitas, la gruesa e irascible línea roja
que separa las dos Coreas, la erizada verja de la recelosa Europa
que acaba en Ceuta y Melilla, el farallón que intenta retener la pobreza y a los
espaldas mojadas a una orilla del Río Bravo... los muros invisibles que separan
en muchas ciudades a los desfavorecidos de los ricos atrincherados, algunos de
los cuales hasta se convierten en tabiquería infamante, como la que aísla las favelas del pulcro olimpismo carioca. Son
demasiados muros, y la mayoría muy recientes.
En 1964, el
artista conceptual alemán Joseph Beuys, ante el escándalo de sus contemporáneos,
propuso elevar el Muro de Berlín unos centímetros. Por razones estéticas de proporción,
argumentaba. Ya que existía, al menos hacerlo armonioso. Pero la única parte hermosa
de un muro es su ruina.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 8/11/2014)
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