Cuando Graham
Bell se aprovechó de una forma de comunicación a distancia que había inventado
el italiano Meucci, seguro que no imaginaba hasta qué punto se convertiría en acicate
de la mala educación y el aislamiento del individuo moderno. ¿Qué otra excusa
hay para interrumpir abruptamente una conversación ajena? Aguarda uno
pacientemente en la cola de una ventanilla (junto a otras desiertas, pues el personal
“sobra”...) y cuando van a atendernos, alguien llama. Y le atienden; al que ha
llamado. Que ni ha esperado turno, ni se ha movido de su lugar para esa gestión
que, seguro, apenas puede resolver por teléfono. Se reúne uno con varias
personas empeñadas en sacar adelante alguna cuestión pese a lo cargantes que
son las reuniones y, sin embargo, en medio de la exposición de alguien, o
cuando se analiza un tema, siempre hay alguno, a veces varios, pendientes de la
pantallita de su móvil, tecleando con disimulo, a veces con descaro, haciendo
omiso caso al resto de los presentes. Están ausentes, aunque “asistan” a la
reunión.
Y, como los
teléfonos son pequeños ordenadores provistos de ese cordón umbilical que une a
los nativos tecnológicos con el mundo (sin wifi
se sienten peor que Robinsón sin Viernes), se multiplican entretenimientos y regocijos
que, cuando se realizan en según qué lugares o circunstancias, se convierten en
ridículas faltas de educación. Y otras veces, revelan una espantosa
incomunicación. Los selfies, por
ejemplo (eso que la RAE llama “autofotos”). El selfie es el paradigma de la biografía virtual: un retrato que uno
se hace a sí mismo para difundirlo. O sea, algo artificioso y exhibicionista. Y
mucha gente procura parecer feliz, atractivo, entretenido y cool en las redes, allí donde tiende sus
trapitos personales al sol. Pero, ¿qué quieren que les diga? cada vez que veo
un selfie, el rostro de alguien que
mira hacia y desde una pantalla, me invade un latigazo de la insufrible soledad
del mundo. De todos y cada uno de los mundos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 4/10/2014)
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