Querido amigo: Días atrás, entre cervezas,
discutíamos sobre el impulso que arrastra mis columnas (y las de tantos otros)
hasta aquí. Pecuniario no, pues no me pagan. Así que, concluías, era vanidad,
pura y simple y vana gloria. Sólo así, razonabas, cabía entender su esmero (la
de cal), aunque encaminado a la busca de un reconocimiento, una presencia
social, una presunción, al fin, por modesta o legítima que sea (la de arena). Cosa
que cuestionabas. No en sí misma, sino por un comprensible instinto gremial y
de defensa del trabajo retribuido…Razón no te falta. Pero, por supuesto, yo me
defendía. A nadie le gusta ser tildado de vanidoso, aunque tener vanidad no lo
sea. Pero discutíamos entre cervezas y no hay nada mejor. Argumentaba que
escribir me agrada, pero que, por desgracia, carezco de disciplina para obligarme
a no ser que me imponga un compromiso como éste, que además me da plena
libertad de opinión. Y también quiero pensar que comparto con amigos un nuevo
medio aún por arraigar. Argumentos prácticos y nobles, pero… vanidad al fin, sentencias.
Y declaro que soy consciente de dónde me
esfuerzo, de que los medios dicen su verdad,
la que responde a sus empresas e intereses, a veces tan miserables (apartamos,
por esta vez, una más, la crítica a la profesión que tú ejerces). Y que lo soy
de la limitadísima difusión de un periódico que aún recurre únicamente al
papel. De los minoritarios lectores que llegan a estas frases y de los apenas
un puñado que, en el mejor de los casos, sienten interés para acabarlas antes
de terminarse el café. Sé de la mutación de la prensa y de sus encrucijadas, de
sus renuncias para sobrevivir, de cómo amarillean y de las trincheras que, pese
a todo, os adornan. Sé algunas cosas e ignoro infinidad. Y aún así, escribo esta,
querido amigo, mi columna más
vanidosa, y emano esta
ridícula, precaria pizca de vanidad que, como una pompa de jabón, en el
instante en que llegue esta frase final, ¡puf!, se esfuma. In ictu oculi.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 6/9/2014)
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