No son pocas las veces en que,
con ocasión de alguna “polémica” más o menos intensa, uno acaba por preguntarse
qué tiene la arqueología que tanto molesta, qué defecto le escolta que tanto
ofende, a diferencia de lo que sucede con otras disciplinas humanísticas,
llamadas a la palestra sólo para anunciar buenas nuevas. De dónde esa saña. Sin
malicia, uno quisiera pensar que se trata de su capacidad de
sorprender, de cuestionar el orden asumido en el relato histórico, pues con
frecuencia sus hallazgos desmenuzan las rancias versiones míticas que se
ofrecen alegremente acerca de nuestro pasado, gracias a la letra apretada y
pequeña de la cruda realidad, esa que vulgares objetos tornan verídica. Pero no
sólo es eso. La mayoría de esos conflictos nacen del enfrentamiento entre sus
vestigios materiales y los que proyecta nuestro presente. Como si fueran
incompatibles. O, más bien, haciendo que lo parezcan.
Aflora algo, inopinado o
previsto, y ya tenemos servido el enfado y la diatriba. Hasta
los años ochenta, ese comportamiento era lógico, aunque retrógrado: como el
país entero. En los noventa, poco justificable, cuando no turbio. Pero en lo
que llevamos de siglo apesta a improvisación, chapuza o cosas peores. Además,
se puede entender (otra cosa son sus consecuencias) que algo o alguien se
trastorne por un hallazgo imprevisto, por la fortuita aparición de algo inadvertido,
para lo que suelen alzarse numerosas reticencias, mitad temerosas mitad
acomodaticias. Gestos pacatos. Ahora bien, que tales escandaleras sucedan por
causa de yacimientos conocidos y a veces tan reconocidos que hasta son legalmente
monumentos, suena a subterfugio o evasiva, excusas para la torpeza, la desidia
u otros inconfesados asuntos. Así es que, por favor, dejen de atribuir a Lancia los retrasos de una autovía, o a La Edrada el bloqueo del cementerio de
Cacabelos. Y etcétera. Porque, como el dinosaurio de Monterroso, ya estaban ahí
cuando despertamos. Y de eso hace mucho tiempo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 13/9/2014)
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