Hemos sabido de
su existencia por el periódico, aunque en sus páginas no haya merecido tanta
atención como las “apuestas” y demás palabrería de los políticos acerca de
proyectos culturales con más presupuesto o rimbombancia pero con mucho menos
corazón y certidumbres. Llegamos a mediodía de un sábado (apenas abren estas
mañanas y las tardes de jueves y viernes) y tardamos en localizarlo, titubeando
en el caserío ribereño de Santibáñez del Porma, lugar que no parece haberse
percatado de la suerte que le ha caído con la obstinación y el entusiasmo de
Ángela Merayo, llegada de tierras más propensas a estas utopías a pequeña
escala, a la escala de las verdaderas utopías, las que cuajan. Apenas parece
haber hecho aprecio porque nadie ha asfaltado el camino y ni siquiera hay señales
que lo indiquen...
Nada más descender
del coche, nos recibe como si supiera quienes somos y que veníamos. Y nos
acompaña durante la visita por ese destartalado caserón eclesiástico que aún despierta
ecos de chavales entregados a una divinidad ausente. Sus paredes adustas albergan
ahora las obras que, por más de un centenar, ha emplazado Ángela entre artistas
de aquí y de allí. Nombres sabidos y, muchos, nuevos para nosotros... telas
al viento, lo llama. Un viento que se entremete en este patio enorme en el
que ella quiere congregar sus sueños. Cada obra, cada nombre, cada rincón
resuenan en su voz con la ilusión de algo que se siente dentro y sin sombras. Una
fundación.
Y justo en el
momento en que uno empieza a pensar que para qué todo este esfuerzo, para qué
tanto empeño, sin ayuda pública, y para qué estos planes en la edad en que la
mayoría de la gente se jubila o lo desea, para qué si quizás sean pocos los que
lleguen o lo valoren... justo en ese momento, ella nos mira y dice: aún falta
obra por llegar; y nos detalla la próxima actividad. Y los ojos se le iluminan
con una sonrisa que lo explica todo. Por eso, gracias a todos sus cómplices y,
sobre todo, gracias, Ángela.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 9/8/2014)
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