Desconozco y no
sé si quiero saber la razón por la que hace unas décadas desaparecieron de las
cunetas de las carreteras secundarias españolas las hileras de frondosos y
soberbios árboles que solían flanquearlas y aún lo hacen en muchos lugares
donde la civilización se llama Europa. No creo que nadie argumente seguridad de
una forma coherente, pues de ser así otras muchas formas de inseguridad
potencial no han sido eliminadas con la misma y sistemática saña, pese a no
adornarlas mérito alguno.
Hace unos días
recorrí con un amigo un tramo de carretera de esta provincia que aún conserva
el sabor de aquellas avenidas verdes en las que el sol se entrevera con la
sombra acogedora de un túnel de frescura. Me refiero a trechos de la carretera
que se aproxima recta y bucólicamente a Gradefes desde Casasola de Rueda, en
paralelo al Esla: unos kilómetros epifánicos de la previamente tortuosa LE-213.
Recorrerlos, con la lentitud que exigen, acaba por convertirse en uno de esos goces
que no aparecen en las guías turísticas ni se escriben con gastadas letras de
panegírico, uno de esos que se topan sin buscarlos, de los que acaban por
recordarse. Cuando se sale de esa galería esmeralda o, si es de noche, de esa
bóveda entre fantasmagórica y acogedora que quizá convoca el instinto recónditamente
familiar de nuestros orígenes como animales del bosque, echa de menos su
apostura de cosa antigua y bien pensada. Y añora aquellas que fueron
incomprensiblemente taladas.
Tiene aún más
mérito en ese lugar, porque en plena montaña o en sitios de frondosidad
endémica, la existencia de árboles no es un don, sino una obviedad. Sin
embargo, en este rincón de la fértil vega del Esla, los árboles se alinean en
fila india en los márgenes de la calzada con una voluntad de cosa concebida
para dotar de naturalidad y belleza a algo tan humanamente insidioso como es el
asfalto. Allí, humildemente, una mano anónima y el lento paso del tiempo nos
regalan un soplo de pura complacencia.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 30/8/2014)
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