Desde los textos
pretendidamente literarios a la salmodia administrativa, existe un humilde elemento
codiciable cual botín furtivo, sea uno consciente o no de ese empeño, que
contiene en su modestia gráfica la esencia de toda escritura, atesora el ritmo,
la respiración y el latido y, al fin, gobierna las pequeñas cadencias del
lenguaje, la sustancia que tonifica aquellos parlamentos que de inmediato
reconocemos como dotados de alma, de esa sensación a veces tan inefable que
embarga la lectura de un sólo párrafo y hace temblar cierta ilocalizada fibra en
nosotros, un pálpito, como un instinto arácnido, indicador de lo auténticamente
digno de ser releído aunque no seamos capaces de identificar su misterio, pues tal
vez se trate, según sospechamos, de uno que no atañe a las palabras, a veces
tan vulgares como las que usamos todos los días sin escogerlas, ni reside en
una sintaxis corriente, en absoluto propensa a estructuras ocultas o
ingenierías verbales, ni en conceptos arcanos o delicados con los que el autor se
hubiera deleitado en sorprendernos o en revelarnos misterios sibilinos, y a la
postre acabamos por barruntar que pudiera tratarse de una manera de caminar por
las palabras, de taconear fuerte y resolutivamente como ahora está de moda,
haciendo gala de locuciones cortas y
secas como disparos, como timbales de una melodía sincopada, o según la añeja
fórmula de un tempo lento, por
momentos maestoso, vertiendo en cada
frase un largo caudal de términos e ideas, o quizás una sola pero adornada de
muy diversas secuelas y revueltas para dejarla guarnecida y en camino hacia una
posteridad incierta que sabemos falsa, ya que en ambos casos nos percatamos de
que ese norte, brújula, desembocadura y manantial a un tiempo, guardián del
espíritu de un discurso y pauta general del estilo, el tono y la forma, clave
de su gracia, se cifra en la infinita modestia y sencillez de ese lugar al que
deben llegar consumidos ya mis dos mil caracteres, o sea, este punto.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 19/7/2014)
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