Afuera hace
frío, aunque llevemos ya tres semanas de verano. El parabrisas del coche se
empaña nada más entrar como si absorbiera el calor del cuerpo, que tirita
levemente al ritmo del motor removido de su letargo. El sol asoma, pero no
calienta aún, perezoso. Los campos chispean en esta confusa estación, al filo
de un amanecer resolutivo. Las carreteras están desiertas, pero no hay que
fiarse, me digo a mí mismo para avivarme. La ciudad no madruga. Nunca lo hace y
menos ahora, que los escolares han desaparecido. Las calles resuenan con eco de
zapatos como relojes de pared (tic, tac) y cada sonido, cada movimiento,
conserva aún la perentoria y tenue condición de un sueño, su tersura caduca de
realidad inventada. Camino cuesta abajo a zancadas maquinales que más que
llevarme, gravitan sobre un suelo esquivo (tic, tac); es un itinerario que
conozco tan bien que ya no sé mirarlo.
En el trabajo la
mitad de los compañeros ha dejado tras de sí un silencio más allá de la falta
de bullicio y una suerte de aplazamiento de todo se ha instalado en pasillos
que parecen pozos sin agua; todo puede esperar, nada es urgente o necesario, cabe
hacer las cosas de otra manera menos apurada y azarosa. Aunque tal vez sea el
madrugón. Necesito un café y bajo enseguida, apretando el paso de nuevo (tic,
tac) hasta el local donde me conocen, me saludan, me atienden sin pedirlo y me
dan la dosis exacta de conversación que no turba el sosiego de un local vacío,
aún sumido en la modorra displicente de una noche de copas. Tengo apenas diez
minutos. Cojo el periódico de la barra y lo ojeo con desgana. Soy consciente de
que no enciende ni una sola de mis conexiones neuronales. En la página de
opinión intento demorarme un instante... pero no, nada. Echo un vistazo al chiste
y a la foto de contraportada. Lo cierro, lo pliego, lo poso de nuevo sobre la
barra, respiro hondo y miro por el ventanal, hacia el día que se despereza
definitivamente. Es verano. Quizás a mediodía haga calor.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 12/7/214)
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