Ya no se llama
así, con esa denominación un poco entre aristocrática y ganadera; selectividad. El afán de cambiarle el
nombre oficial a las cosas para que la gente siga llamándolas igual le endosó
siglas de esas que nadie descifra: voy a hacer la PAU. ¿Queeeé? La selectividad. Ah.
¿Pero todavía existe eso? Pues sí, aunque de siempre se discuta su supresión y
resulte incongruente que examinen a cara o cruz a alguien que no ha hecho sino
examinarse a lo largo de años. Pero sigue, impertérrita, otra reválida. Y estos días hubo atascos en las
cercanías de las facultades, padres nerviosos llevando a hijos no menos
alterados hasta aulas enormes y cóncavas donde se ofuscarán o iluminarán, más
según su carácter que sus conocimientos, en un instante que perdurará en
pesadillas y congojas de muchos. Aún sueño que se me acaba el tiempo, el papel
o la tinta del bolígrafo, que me olvido hasta de mi nombre, que no llevo el
carné, que no sé el tema que cayó, que debo repetir o, peor, me quedo a las
puertas de una vida que ya no seguirá ese derrotero tan anhelado como azaroso, desconocido.
Pero no es así.
La gran mayoría de ellos, que después se derrumban en la hierba del campus con
un desparrame de apuntes y la mirada desviada hacia algún chico o chica que
pasa cerca, escogerán pronto más años de estudios, aunque aún no sepan siquiera
cuáles o no estén seguros de nada. Y mientras abren esa puerta cerrarán muchas
otras tal vez para siempre, sin saber si han escogido bien o no, si su futuro
se juega ahora o, simplemente, se juega siempre, cada día, en un tablero que no
pueden ver, que nadie puede ver.
Son muy jóvenes,
y da coraje verlos arrojarse tan rápido a un mundo que sabemos mezquino y
taimado, pues ellos no lo son. Al menos aún. Ojalá no cambien demasiado. Ojalá
este examen sirva para que comprendan que este tipo de pruebas no sirve, que
las pruebas auténticas no se superan en un aula con el tic-tac del reloj sobre
sus cabezas y dos opciones, A o B. Ojalá.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 14/6/2014)
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