Llegó como
llegan muchos inmigrantes, desde un rincón del oriente mediterráneo, pasando primero
por Italia. Y vino para trabajar en un empeño de esos tan nuestros, de gente
con ínfulas y sin mucho dinero pero gastado en cosas grandes y sin provecho.
Allí fracasó, porque no fue entendido o porque simplemente no gustó, y debió
buscarse la vida una vez más en otra ciudad, no muy lejos esta vez; una capital
meseteña agarrada a un peñasco circundado por un río quieto, ahíta de casas
apiñadas con sus blasones imperiales resecos al sol. Inopinadamente echó raíces
en ella porque su obra allí sí encajó. Tanto que llegó a ser empresario y sus
empleados trabajaron afanosamente para producir muchas de las exaltadas y
reconocibles obras que le demandaban por doquier. Apenas las firmaba. Le
pagaban mal. Gustó como para convertir en imágenes a una casta que lo escogió como supremo representante de su forma de ver
el mundo, una forma alejada de la realidad, de tan sublimada, ilusoria,
mística, delirante, ¿falsa?
Sin embargo, a
su muerte, su empresa sucumbió con él y pocos siguieron o imitaron su sello
personal, relegado a monotonías y estereotipos, fuera de la moda, cada vez más
provinciano y segundón. Primero el desdén y luego, el olvido. Hasta que la
rueda de los tiempos giró y hubo quien empezó a reparar en aquellas figuras
imposibles, aquellos fingimientos, aquellas visiones. Y los creyeron el producto
de una mente extravagante; de tan distinta, castiza y genuina; de tan
extranjera, absolutamente nuestra. Hasta hubo quien pretendió que aquella
originalidad era producto de un defecto, de una enfermedad. Y desde entonces,
cada cual ha visto lo que quiere ver, como sucede siempre que, más allá de
nombres u hombres, se ha construido un mito a imagen y semejanza de dos épocas,
una pasada y la presente.
Se llamaba Doménicos. El
Greco. Hace cuatrocientos años que murió en Toledo, y este año todas las
miradas confluyen una vez más en la suya. Que nunca es la misma.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 21/6/2014)
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