El gobierno
autonómico ha declarado la fiesta de los toros Bien de Interés Cultural
(nomenclatura actual de los monumentos), con categoría inmaterial. Se une así a otras autonomías y al propio Estado, sobre
todo desde que Cataluña prohibiera los toros: haciendo amigos, ya se sabe. Curiosa
categoría esta de lo inmaterial, convertida
en cajón de sastre de la disputa política y el absurdo metodológico. Porque
luego hay mucha materialidad (económica) en el argumentario del decreto, eso
sí.
No me gusta esa fiesta. Me desagrada su crueldad
innecesaria, que no se justifica de ningún modo, ya que el toreo sin el
ensañamiento y la muerte del animal está inventado desde hace tiempo. Pero no
los prohibiría. Más lógico sería esperar un poquito y declararlo monumento en
la categoría arqueológica, como a todo fósil de una época extinta. Tampoco los
ensalzaría dotándoles de la protección prevista para una obra de la cultura. Algo que
puede ser tan groseramente sanguinario no debería considerarse siempre una obra
digna de tal encomio. Podría serlo -no lo discuto- determinada faena de un
diestro concreto en un día de inspiración, pero no todas ni en todo momento. El
cine también es un arte, pero no lo declaramos monumento de forma genérica,
porque entonces cabría considerar al mismo nivel El Padrino y Torrente, Casino y Los bingueros... Y así con todo. Si declarásemos de interés
cultural la pintura, ¿quién negaría el pan y la sal a un buen gotelé? Hace
tiempo que los tribunales rechazaron las declaraciones genéricas (tipo casas
blasonadas, cuevas pintadas...) para evitar estos desatinos. Porque a partir de
ahora ¿podrá hacerse el salto de la rana? ¿Se regulará la ortodoxia de la porta gayola y se considerará un
atentado al patrimonio su ejecución inapropiada?
Ítem más. El problema con los toros lo
resumía hace unos días la Condesa de la doble fila: al que no le guste, es
porque es antiespañol, decía la huidiza lideresa.
Antiespañol... que ahí me las den todas.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 3/5/2014)
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