No guardamos en los museos antigüedades,
ni reliquias, ni siquiera recuerdos; amontonamos fetiches, talismanes contra la
zozobra creciente de los días estúpidos y las épocas torvas, mensajes en blanco
metidos en botellas arrojadas por un náufrago consciente de que nadie habita la
otra orilla del océano. Convertidos en sublimes vertederos de eso a lo que
decimos cultura, los museos nos mienten al oído, oráculos délficos que sólo revelan
aquello que queremos escuchar. Suelen tornarse arrumbaderos esquivos de nuestras
miserias, y es por eso que, cuando no nos hacemos responsables de lo que sucede
más allá de sus muros, se convierten en pantomimas repletas de engaños y trucos
de feriante. Y sólo cuando hemos actuado conforme a nuestro tiempo y al compromiso
que nos encomienda, los museos replican con una tácita y rara anuencia de
originalidad, de silencio, de un risueño asentimiento que apenas se deja distinguir.
Lo bello, lo viejo, lo insólito
o lo perturbador se congregan en un sitio que los narcotiza, protagonizando un argumento
que simula explicarlos: una argucia. Pretenciosos compartimientos de límpido
cristal. Y en sus sótanos, el subconsciente al que no nos atrevemos a mirar a
la cara disimula nuestra torpeza o nuestra aprensión: el olvido.
Este domingo de mayo es el Día
de los museos. Antes, hoy sábado, se celebra su noche, pues esta conmemoración
se prolonga ya como se estiran festividades y vindicaciones en medio del
fastidio y el tedio; hasta que se rompan. Por eso acudimos a ellos en tropel en
pos de agitaciones que, de sólito, no residen allí ni le son propias, aunque las
disfrutemos con cierto desdén de terratenientes. Y concluida esa jornada,
regresamos a nuestros quehaceres sin preocuparnos de cuanto permanece en sus
salas exhibiendo una turbadora parsimonia de siglos, evidencias que no somos
capaces de rastrear y la sutil certidumbre que les encomendamos pero que no
llegamos a descifrar. Museos, esa quimera, ese desvarío, esa necesidad.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 17/5/2014)
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