Pueblan todo impreso, anuncio, evento, como moscardones
emborronándolo todo y pretendiendo que nos detengamos a escrutarlos: logotipos,
los “logos”. Quienes gobiernan (lo privado o lo público que consideran privado)
pugnan irritados porque el suyo sea más grande, salga más veces, no falte
nunca. El “efecto logo” ha transformado empresas e ideas en una caricatura, una
metonimia de radiante y ligera simplicidad que queriéndolo decir todo no dice
nada. Marcas cuyo valor es independiente de la fabricación del producto, de si
es bueno o no lo es, y cada vez más dependiente de una entelequia empresarial
que se vende antes o en lugar de tales productos. De poco sirve saber que esa
empresa contamina o tima a sus clientes groseramente si luego su anuncio es
verde y retoña, contagia confianza y cortesía. Y lo mismo pasa con los
gobiernos, los partidos… La absurda expresión “marca España” encierra todo tipo
de trampas, pero justifica toda tropelía. Y quien perjudique su marbete diáfano,
cometerá aviesa traición. Ignominia para él.
Un trazo curvo y afilado, unas líneas paralelas,
unos cuantos círculos… geometrías y estilismos resumen aparentes filosofías de
vida, simulacros de pensamiento, y ofrecen experiencias customizadas, exentas de crítica y de contenido. Poco importa quién
fabrique y cómo sus productos (orientales de sol a sol, críos subalimentados,
mujeres extenuadas…), o cómo lleguen hasta nosotros y qué materiales utilicen y
si son diez veces más caros que los demás, y veinte de lo que ya sería un
beneficio moralmente inaceptable. Sus dibujitos de colores asociados a una
palabra, a una sentencia, colman con vacuidad de propaganda el universo
visible. Y tapan el impresentable.
Y a fuerza de repetirse, confunden. Durante un
paseo, topo con el distintivo de una tienda deportiva y a pocos pasos, con propaganda
institucional y mi magín aturdido, los mezcló: “León, chorco del
parlamentarismo”. No necesitamos un logotipo, sino un logopeda. O algo más de lógica.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 12/04/2014)
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