Mientras Europa
se entrega sin tribulaciones a rememorar el centenario de la Gran Guerra, aquí
seguimos acomplejados y enzarzaditos en peleas de patio de colegio. Porfiamos
en una pésima administración del acontecimiento de mayor enjundia de nuestra
historia reciente. Este pasado martes, casi de rondón, se cumplieron 75 años
del final de la guerra civil española. Aquello tan casposo de “cautivo y
desarmado, etc.” En un país diferente hubiera sido ocasión para recapitular
sobre ese pasado cercano con serenidad y distancia crítica, para honrar a todos
los que sufrieron y murieron, para hacer votos por una nueva forma de vida que
excluye tales enfrentamientos. Somos la única generación de españoles que no ha
vivido una guerra.
Pero en un país
diferente, hace años que habrían desaparecido todas las placas y recuerdos del
dictador y sus secuaces, pues aunque sea historia (como dicen algunos), no por
ello hemos de honrarles, aunque no se olviden. En un país que fuera otro, hace
años que los muertos ultrajados hubieran dejado las cunetas anónimas, siquiera
por una cuestión de compasiva humanidad y de justicia. En un país que fuera
como debería ser un país, esa guerra fratricida y cruel no suscitaría más
debate que el historiográfico, airearía todos los archivos y testimonios y supondría
una oportunidad para que, prescritos aquellos odios, nuevos contrincantes ideológicos
hicieran gala de una manera diametralmente opuesta de hacer las cosas, de respeto
por encima de fanatismos. ¿Tanto costaban estas tres sencillas cosas? ¿A quién
podría ofender zanjarlo todo al fin?
Sin embargo, en
este país, a fecha de hoy, eso no sucede. Y hasta un clérigo mezquino se
permite la grosería de sembrar cizaña en el funeral de Estado de un hombre que
empezó a cerrar la herida en la que él se complace en hurgar. Quizás en otro
país, la guerra civil sería un episodio para reflexionar, no para bullir la
sangre, no para aburrir o irritar con su letanía de asunto mal concluido.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 5/4/2014)
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