En el contexto
del saqueo de lo público con el que unos pocos (los de siempre) están haciendo
caja, no cabe desdeñar la usurpación de lo que en pueblos y lugares se llamaba
y es “del común”, lo que de nadie era por ser de todos. Y es curioso, porque al
aire, la tierra, los bosques o las aguas que pasan quedamente a manos privadas,
se añaden otras cosas de Dios, o sea, de sus criaturas. Desde hace unos años la
iglesia católica se dedica a inmatricular bienes terrenales relacionados con su
actividad, independientemente de a quien pertenecieran según el sentido común y
una lógica que nadie cuestionaba. Por ministerio de leyes franquistas o vacíos
legales de esos que se dejaron para el séptimo día y que también benefician
siempre a los mismos, se hace con propiedades como la mezquita de Córdoba o la
casa parroquial y el cementerio del pueblo de usted.
El asunto de la
mezquita, entre otros monumentos, ha saltado a las páginas de la prensa
nacional. Pero no lo ha hecho el callado atribuirse la propiedad de un ingente
patrimonio rural, monumental o simplemente terrenal, que pasa taimadamente de
quienes siempre lo cuidaron y atendieron sin preguntarse a quién pertenecía hacia
quienes lo disfrutaron y ahora lo pretenden sin avisar, pese a jactarse de su indiferencia
ante las riquezas de este mundo.
Añádanle que la
administración (o sea, nosotros) restaura y paga obras de forma subsidiaria en
multitud de monumentos históricos. Ello faculta para inscribir en el registro
de la propiedad el valor de esas inversiones como parte alícuota de la posesión
de ese bien. A base de pagar sus arreglos, hemos llegado a ser propietarios de
la herrería de Compludo, por ejemplo. Pero resulta que sólo se anota lo
invertido en bienes privados que no sean de la Iglesia. ¿Otra dejadez más o,
simplemente, un privilegio de esos no
escritos? Si la administración no defiende lo común, lo de todos, comulga
con ruedas de un molino cuyo curso de agua ya no será nuestro, de todos, nunca más.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 1/3/2014)
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