Nos sentimos confortados
cuando logramos colocar una etiqueta a algo que no entendemos, cuando llegamos
a una conclusión escueta que, poco después, guardamos en un cajón de sastre con
otros trastos inútiles: este tipo, este grupo, este asunto son así o asao... despachado y a otra cosa.
Le llamaron matagatos por matar un gato. Y de nada
valen argumentaciones, discursos, razonamientos, esas cosillas que ya no se
llevan y que tan cargantes resultan. De poco sirve que se intente detallar la gradación
de los grises, los brillos, sombras, perfiles y rugosidades de las cosas,
siempre mucho más detallados y delicados de lo que extracta su nombre en
primera instancia. Poco o ningún interés despierta ser analítico, templado,
preciso o escrupuloso. Porque no nos interesa el argumentario o el cuerpo de la
sentencia, sino la sentencia misma, la condena. Como un epitafio hace con toda una vida,
ventilamos de un plumazo que un tipo es tal o cual cosa, ignorando que puede
ser tal y cual cosa. Y, acto seguido,
desperezamos otro tema.
Objetas algo
determinado, lo señalas para cuestionarlo y, si se trata del gobierno, eres
rojo o azul; si es la iglesia, anticlerical; si es cierta cultura, un pureta; si
te pasas de ciertas rayas, un antisistema... Poco importa lo que digas, por qué
y cómo, sino contra quién lo digas. Siempre hay una expresión que encapsula las
cosas en una prisión mental del tamaño de un bufido somnoliento. Se es ucraniano
(ucranio dicen ahora) o ruso. Y, a renglón seguido, a las barricadas.
Nos sentimos
seguros gracias a esas simplificaciones y prejuicios porque el mundo se torna
comprensible con el mínimo esfuerzo, no demanda nuestra empatía ni nuestra
discrepancia, no necesita razones sino únicamente reflejos primarios, perezosos.
Trazamos una línea y nos situamos a este lado o al otro. Fácil y agradable como
acurrucarse en el sofá de casa, como hallar refugio en medio de una tempestad.
Pero engañoso, como las cáscaras, las apariencias, los prejuicios.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 8/3/2014)
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