Hace siete mil años un par de
individuos corpulentos, avezados cazadores, recolectores ocasionales,
mariscadores y pescadores de ocasión murieron durante uno de sus constantes
desplazamientos estivales. Tenían apenas cuarenta años, una edad avanzada entonces,
y unas duras condiciones de vida a sus espaldas. Sus cadáveres fueron
depositados con mimo en una galería rocosa descendente, inaccesible para las
alimañas, y se les rodeó de fragmentos de estalactitas como ofrenda hacia una
vida de ultratumba que esperaba alcanzar el grupo que se desplazaba con ellos
siguiendo el ritmo estacional de los fríos y las bonanzas climáticas, los
latidos de una naturaleza a la que se sometían y completaban. Tal vez frecuentaban
la templanza de la costa durante el invierno, aprovisionándose de los frutos
del mar, mientras que durante los meses soleados arribaban a las cumbres en pos
de una caza mayor cuya batida realizaban colectivamente, aunque cobrar una
pieza significara una vitola de distinción. El signo de ese triunfo eran unos
dientes característicos de los ciervos, que, perforados cuidadosamente, pendían
de las ropas de los más hábiles y veteranos cazadores. Eran las últimas
generaciones de nómadas predadores y carroñeros que recorrían el continente
desde el lejano septentrión, pues, no mucho más tarde, los humanos se establecerían
en hogares estables para cultivar la tierra y domesticar animales y empezar así
a considerar la tierra como una pertenencia. Pero ellos nunca supieron de su
crepúsculo.
De sus propios dientes, del
interior de algunos de los que aún relucen impecables en sus mandíbulas
descarnadas, se ha extraído gran parte de lo que nuestra infinita curiosidad homo sapiens hacia nuestros semejantes pretende
saber sobre ellos. Los dientes dicen mucho de nosotros. Siete milenios más
tarde, nos acercamos a las vitrinas de un museo para adivinar en las cuencas
vacías de sus cráneos la mirada de unos ojos azules que nadie verá nunca jamás.
¿Vana ilusión?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 1/2/2014)
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