Aparte de esclarecer
el número exacto de pasos que dio la infanta desde su coche hasta el juzgado,
se discute acerca de si la justicia será igual para todos, incluyéndola a ella,
que tan poco sabe de las cosas que pasan a su alrededor. El debate sobre la
igualdad de “todo hijo de vecino”, que dicen los tertulianos, concluye rápido si
bien se mira, porque ¿acaso la monarquía no se basa en un privilegio de
nacimiento contrario a cuanto construye nuestra forma de sociedad? ¿Acaso el
concepto “familia real” no se fundamenta, precisamente, en la desigualdad, en
un derecho desigual?
Según esto,
tanto si el valiente juez Castro al final confirma la imputación como si no, la
cuestión será resolver la contradicción que resultará de ello. Si la familia
real es otra familia de ciudadanos más, entonces la monarquía no tiene hueco en
nuestro derecho. En caso contrario, no se la debe juzgar como a los demás. Y
visto así, lo mejor sería no haber empezado, que la infanta se hubiera declarado
en rebeldía y que tomase dignamente un barquito en Cartagena, en plan tradición
familiar. Los reyes sólo empiezan a ser simpáticos al cabo de cientos de años,
con apodos como el casto, el gordo o el peludo.
Sinceramente, lo
que suceda a los Borbones me preocupa casi tanto como las calaveradas de Justin
Bieber. Me alarman otras desigualdades que afectan a mucha más gente, mucho más
gravemente. Que la justicia no trata igual a todos lo sabe cualquiera, por las
películas de abogados o si ha tenido la desgracia de afrontar un proceso. El
que paga obtiene una justicia de mayor “calidad”, más proclive. El Estado
debería contrapesar esos desequilibrios, pero últimamente los acentúa mediante
tasas y barreras que disuaden al ciudadano menos favorecido. Una discriminación
que cada día hace más injusto este país, más retrógrado. Respecto a estas
desigualdades, el caso Infanta se comporta como el calamar
gigante que se ha quedado sin museo en Luarca: no hace más que evacuar tinta a
lo bobo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 15/2/2014)
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