Hay dos motivos para
esconderse: arrojar una piedra o protegerse de la pedrada. Este
segundo es defensa propia; el primero, una vileza. Parecida cosa sucede con el
anonimato: si se emplea para salvaguardarse frente a los abusos, la injusticia,
el despotismo o la censura, se transforma en una herramienta legítima. Si sirve
para disimular a quien arremete gratuita y mezquinamente, para poner a salvo el
pellejo después de dar gusto a bajos instintos, en simple cobardía.
Durante siglos de
la historia de España (el de Oro incluido), la denuncia anónima campeó a sus
anchas en una sociedad habitada por el miedo, la afrenta y la pureza de sangre,
exigida como prueba de honra y fama que, por añadidura, eximía de pagar
impuestos, situando al hidalgo un escalón por encima de los demás, el que lo
hacía insolidario y fatuo. Miles de personas fueron encausadas y condenadas por
la Inquisición debido a la delación anónima, la difamación y la insidia, que prosperaban
gracias a venganzas personales, a deudas privadas que eran solventadas en los
tribunales de la
vergüenza. Anónimamente.
Salvando las
distancias, algo así sucede en los medios de comunicación desde que las redes sociales
y la supuesta apertura a la participación ciudadana permiten a cualquier
individuo despacharse mediante el insulto o la mentira con quien quiera que
sea, guardando nombre y señas a buen recaudo, ocultando su rostro. De poco vale
que esos medios exijan una identificación previa, si luego publican el
“comentario” con un alias que protege la difamación, que ampara el libelo. Y de
la misma manera que ciertos periodistas emprenden cacerías azuzadas por los
propietarios de su medio, se jalea a ciudadanos enfurecidos hacia escarnios y
ofensas al alcance de un sólo clic desde la confortable silla donde nadie les
reprochará su bajeza. No hay más que leer la retahíla de improperios que
escoltan las noticias en esas webs. O mejor no, no los lean. No leo nada que no
vaya firmado desde Lázaro de Tormes.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 8/2/2014)
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