lunes, 24 de febrero de 2014

Excomunión




De vez en cuando, la Edad Media revive. No en esos mercadillos donde se disfrazan los tenderos de siempre para vender lo mismo, no. Lo hace en cadenas de televisión o radio mediante apariciones sombrías en que alguien con alzacuello amenaza a ciudadanos díscolos con excomulgarlos. Lo cierto es que dan la risa, pero se lo toman en serio y su gesto suele ser huraño, aunque reservan un resquicio de turbadora sonrisa para asegurar que “si nos portamos bien” nada de eso tan terrible llegará a suceder. Lo cual aún da más la risa, claro. Junto a esa íntima guasa, además, uno no sólo confirma la rancidez de la jerarquía católica, sino lo acalorada que se pone cuando le llevan la contraria. Disimulan fatal su ira.
Pero no es a eso a lo que iba. Con ocasión de esas bravatas, muchos colectivos, ateos o no, ponen en marcha foros y acciones que solicitan la excomunión o, en su caso, la apostasía como un derecho de los no católicos, como algo que esa iglesia debería conceder a quienes se cuentan entre sus estadísticas (por haber sido bautizados) pero no quieren estar en ellas, ya que nadie les preguntó y no se sienten concernidos. Y, claro, ya se sabe que resulta administrativamente complicado apostatar, y fatigoso que lo excomulguen a uno. Más que darse de baja de algunos servicios telefónicos. Pero esa reclamación me sorprende. No debería ser necesario iniciar un proceso de renuncia o hacer algo para que a uno lo expulsen si no quiere pertenecer al catolicismo. Porque eso sería aceptar sus reglas de juego, que, por fortuna, no tienen vigencia alguna. Sería reconocer que, si no se hace tal o cual cosa, sí se está en ese redil. Y no; lo siento, señores, no se pertenece a un club al que te apuntaron de niño (todos sabemos por qué y cómo) y con el que uno no está de acuerdo de adulto. Ni cabe someterse a sus normas hasta el punto de admitir su reglamento para abandonarlo. Si no incumbe y no importa, indiferencia. Y buen rollo, no vayamos a ponernos medievales.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 22/2/2014)

lunes, 17 de febrero de 2014

Igualdad




Aparte de esclarecer el número exacto de pasos que dio la infanta desde su coche hasta el juzgado, se discute acerca de si la justicia será igual para todos, incluyéndola a ella, que tan poco sabe de las cosas que pasan a su alrededor. El debate sobre la igualdad de “todo hijo de vecino”, que dicen los tertulianos, concluye rápido si bien se mira, porque ¿acaso la monarquía no se basa en un privilegio de nacimiento contrario a cuanto construye nuestra forma de sociedad? ¿Acaso el concepto “familia real” no se fundamenta, precisamente, en la desigualdad, en un derecho desigual?
Según esto, tanto si el valiente juez Castro al final confirma la imputación como si no, la cuestión será resolver la contradicción que resultará de ello. Si la familia real es otra familia de ciudadanos más, entonces la monarquía no tiene hueco en nuestro derecho. En caso contrario, no se la debe juzgar como a los demás. Y visto así, lo mejor sería no haber empezado, que la infanta se hubiera declarado en rebeldía y que tomase dignamente un barquito en Cartagena, en plan tradición familiar. Los reyes sólo empiezan a ser simpáticos al cabo de cientos de años, con apodos como el casto, el gordo o el peludo.
Sinceramente, lo que suceda a los Borbones me preocupa casi tanto como las calaveradas de Justin Bieber. Me alarman otras desigualdades que afectan a mucha más gente, mucho más gravemente. Que la justicia no trata igual a todos lo sabe cualquiera, por las películas de abogados o si ha tenido la desgracia de afrontar un proceso. El que paga obtiene una justicia de mayor “calidad”, más proclive. El Estado debería contrapesar esos desequilibrios, pero últimamente los acentúa mediante tasas y barreras que disuaden al ciudadano menos favorecido. Una discriminación que cada día hace más injusto este país, más retrógrado. Respecto a estas desigualdades, el caso Infanta se comporta como el calamar gigante que se ha quedado sin museo en Luarca: no hace más que evacuar tinta a lo bobo.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 15/2/2014)

domingo, 9 de febrero de 2014

Anonimato




Hay dos motivos para esconderse: arrojar una piedra o protegerse de la pedrada. Este segundo es defensa propia; el primero, una vileza. Parecida cosa sucede con el anonimato: si se emplea para salvaguardarse frente a los abusos, la injusticia, el despotismo o la censura, se transforma en una herramienta legítima. Si sirve para disimular a quien arremete gratuita y mezquinamente, para poner a salvo el pellejo después de dar gusto a bajos instintos, en simple cobardía.
Durante siglos de la historia de España (el de Oro incluido), la denuncia anónima campeó a sus anchas en una sociedad habitada por el miedo, la afrenta y la pureza de sangre, exigida como prueba de honra y fama que, por añadidura, eximía de pagar impuestos, situando al hidalgo un escalón por encima de los demás, el que lo hacía insolidario y fatuo. Miles de personas fueron encausadas y condenadas por la Inquisición debido a la delación anónima, la difamación y la insidia, que prosperaban gracias a venganzas personales, a deudas privadas que eran solventadas en los tribunales de la vergüenza. Anónimamente.
Salvando las distancias, algo así sucede en los medios de comunicación desde que las redes sociales y la supuesta apertura a la participación ciudadana permiten a cualquier individuo despacharse mediante el insulto o la mentira con quien quiera que sea, guardando nombre y señas a buen recaudo, ocultando su rostro. De poco vale que esos medios exijan una identificación previa, si luego publican el “comentario” con un alias que protege la difamación, que ampara el libelo. Y de la misma manera que ciertos periodistas emprenden cacerías azuzadas por los propietarios de su medio, se jalea a ciudadanos enfurecidos hacia escarnios y ofensas al alcance de un sólo clic desde la confortable silla donde nadie les reprochará su bajeza. No hay más que leer la retahíla de improperios que escoltan las noticias en esas webs. O mejor no, no los lean. No leo nada que no vaya firmado desde Lázaro de Tormes.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 8/2/2014)

lunes, 3 de febrero de 2014

Ilusión





Hace siete mil años un par de individuos corpulentos, avezados cazadores, recolectores ocasionales, mariscadores y pescadores de ocasión murieron durante uno de sus constantes desplazamientos estivales. Tenían apenas cuarenta años, una edad avanzada entonces, y unas duras condiciones de vida a sus espaldas. Sus cadáveres fueron depositados con mimo en una galería rocosa descendente, inaccesible para las alimañas, y se les rodeó de fragmentos de estalactitas como ofrenda hacia una vida de ultratumba que esperaba alcanzar el grupo que se desplazaba con ellos siguiendo el ritmo estacional de los fríos y las bonanzas climáticas, los latidos de una naturaleza a la que se sometían y completaban. Tal vez frecuentaban la templanza de la costa durante el invierno, aprovisionándose de los frutos del mar, mientras que durante los meses soleados arribaban a las cumbres en pos de una caza mayor cuya batida realizaban colectivamente, aunque cobrar una pieza significara una vitola de distinción. El signo de ese triunfo eran unos dientes característicos de los ciervos, que, perforados cuidadosamente, pendían de las ropas de los más hábiles y veteranos cazadores. Eran las últimas generaciones de nómadas predadores y carroñeros que recorrían el continente desde el lejano septentrión, pues, no mucho más tarde, los humanos se establecerían en hogares estables para cultivar la tierra y domesticar animales y empezar así a considerar la tierra como una pertenencia. Pero ellos nunca supieron de su crepúsculo.
De sus propios dientes, del interior de algunos de los que aún relucen impecables en sus mandíbulas descarnadas, se ha extraído gran parte de lo que nuestra infinita curiosidad homo sapiens hacia nuestros semejantes pretende saber sobre ellos. Los dientes dicen mucho de nosotros. Siete milenios más tarde, nos acercamos a las vitrinas de un museo para adivinar en las cuencas vacías de sus cráneos la mirada de unos ojos azules que nadie verá nunca jamás. ¿Vana ilusión?
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 1/2/2014)