Nacimiento y muerte. Todo debió
comenzar hace mucho tiempo, tanto que lo hemos disfrazado y renovado de mil y
una maneras. Fue en el solsticio invernal. Justo el momento en que las
tinieblas están a punto de apoderarse definitivamente del mundo y, cuando todo
parece perdido en medio de una gélida postrimería, nos asalta un atisbo improbable
de primavera, casi el presagio de un renacer inverosímil. Los días comienzan a
crecer. El sol; la luz, han vencido. Renacimiento.
Tanto nos gusta a los humanos
meterlo todo en casillitas, que con los calendarios en la mano, se nos acaban
las cuentas de una temporada y hemos de comenzar otra. O eso parece, en eso
creemos. Y tenemos idea de hacerlo mejor o, al menos, no hacerlo peor, en el
siguiente episodio, como si la experiencia fuera un grado. Borrón y cuenta
nueva. Recomienzo.
En cierta parte del mundo hace
dos mil años vivió un tipo que se decía divino y se comportaba como si lo
fuera. Uno más. Lo mataron, claro. Y después, una vez frío su cadáver, lo
reconocieron como un dios. Un emperador decretó que había que creer sus
palabras y un grupo de gente vestida de largo decidió que ellos iban a ser sus
intérpretes. Y, aunque se han vuelto a escuchar muchas veces similares frases,
e incluso han costado vida y tormento a muchos otros, decidieron que él, en
particular, debía ser adorado. Sin que importara demasiado el contenido de sus
palabras, al fin. Aún hoy hay celosos vigilantes de esa fe; la verdadera,
dicen. ¿Renovación?
Días como hoy, se barrunta un
esplendor lejano, porque, aunque el frío arrecie, sabemos que acabará por ser
sometido. En estas fechas se nos acaban las cuentas y las páginas en que hemos
anotado febril o lánguidamente angustias y trabajos durante todo un año son
arrojadas a la papelera. Comenzamos de nuevo. Y, tal vez, habrá nacido otro
puñado de tipos que dirán o harán cosas nobles y elevadas. O quizás no.
Celebrémoslo igualmente. Cada uno que celebre lo que quiera. Feliz año, pues, para
todos.
(Publicado en La Nueva Crónica de León, el 28/12/2013)
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